sábado, 22 de agosto de 2009

INTERVENCIÓN DEL ESTADO Y EL ARTÍCULO 50 DE LA CONSTITUCIÓN

Contenido del Artículo 50 y fines del Estado

El Artículo 50 de la Constitución establece:

“ El Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza.
“Toda persona tiene derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Por ello, está legitimada para denunciar los actos que infrinjan ese derecho y para reclamar la reparación del daño causado.
“El Estado garantizará, defenderá y preservará ese derecho. La ley determinará las responsabilidades y las sanciones correspondientes.

El párrafo 1º, viene de la Constituyente de 1949 (corresponde al texto originalmente aprobado en esa Constituyente) y los párrafos 2º y 3º provienen de la reforma constitucional de 1994 (Ley No. 7412 de 3 de junio de 1994), por la que se constitucionalizó el derecho y la protección al medio ambiente, aunque ya antes la Sala Constitucional había reconocido al ambiente como un derecho constitucional y había reconocido la legitimación ambiental por intereses difusos o colectivos de manera amplia (ver, por todas, las Sentencia No. 3705-93).

El texto recoge cinco ideas o conceptos tutelados constitucionalmente, sea como objetivos “programáticos” como los llamó en su época la doctrina italiana, como “principios rectores de la política social y económica” como se les conoce en España, o como “derechos” o garantías institucionales como los reconoce en su jurisprudencia la propia Sala Constitucional.

Esos cinco conceptos tutelados constitucionalmente son:

1. Organización y estímulo de la producción
2. Adecuado reparto de la riqueza
3. Derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado
4. Legitimación y responsabilidad ambiental
5. Estado como garante del ambiente

Tres modos de interpretarlo

Hay, si se quiere simplificar, tres modos de interpretar el Artículo 50 y los conceptos que tutela:

a) La versión estatista, que pretende afirmar la superioridad del Artículo 50 sobre el resto del articulado constitucional, particularmente sobre los derechos de libertad (Artículo 28), la igualdad de derechos (Artículo 33), la libertad de empresa, de contratación, de protección al consumidor y libre competencia (Artículo 46), la propiedad privada (Artículo 45), los derechos adquiridos (Artículo 34)

b) La versión anodina, que pretende vaciar de contenido el Artículo 50 o minimizar su efectividad jurídica, frente a otros derechos y normas constitucionales.

c) La versión contextual, que reconoce efectos jurídicos a su contenido y objetivos (del Artículo 50), pero dentro del contexto constitucional y del respeto a las llamadas “garantías individuales”. Pretende, por tanto, armonizar los distintos objetivos y valores constitucionales aparentemente contradictorios, de manera que la interpretación y aplicación del articulado constitucional, sea armónica y equilibrada, sin preeminencia –al menos a priori– de ningún valor protegido respecto de otro.

Constitucionalmente, sin embargo, la única alternativa que me parece legítima es la versión contextual o integral, sin perjuicio de la preeminencia de los derechos y libertades fundamentales (entre ellos, las llamadas libertades económicas) por sobre los “principios rectores de la política social y económica” o, si se quiere, aquellas reglas que establecen más que derechos con titulares identificables, principios o metas sociales y económicas (fomento de la producción, adecuado reparto de la riqueza). El principio constitucional e internacional “pro libertatis” o “pro homine” y carácter protector y “mínimo” del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, obligan a darle preeminencia a los derechos y libertades fundamentales. Ello seria aplicable, al menos, para los primeros dos objetivos del Artículo 50, dado que los siguientes tres (sobre el medio ambiente), sí establecen “derechos” (al medio ambiente, a la legitimación para su defensa y a la responsabilidad por los daños contra el ambiente) y exigen, a su vez, la aplicación del principio “pro natura”, lo que coloca a ese valor al mismo nivel del principio constitucional e internacional del “pro libertatis”. Razón de más, en todo caso, para acoger la versión contextual del Artículo 50 y desechar las versiones estatistas o anodinas del mismo. Sin embargo, la Sala Constitucional parece preferir, en general y sin percatarse quizás de ello, la versión “estatista”, aunque hay ejemplos de versión anodina y de versión contextual, como veremos.

La “organización de la producción”, no significa ni puede significar “dirección” estatal de la economía o de la producción, como han recordado casi todos los constitucionalistas (desde Mario Alberto Jiménez, Eduardo Ortiz y Rodolfo Piza Escalante, hasta Rubén Hernández, Fernando Castillo, Alvaro Cabezas, Rodrigo Cubero, Román Navarro, María Lourdes Echandi, por mencionar algunos), porque entonces desaparecería de un plumazo la libertad de empresa, la propiedad privada y la libertad en general. Hasta allí, no ha llegado nunca ni la Corte Plena actuando como tribunal constitucional (antes de la reforma constitucional de 1989 que dio nacimiento a la Sala Constitucional), ni la propia Sala Constitucional a partir de 1989.

El concepto de “organización y promoción de la producción”, no otorga ningún “derecho” específico y es más un principio rector de la política social y económica que un derecho. A lo sumo puede actuar como una “garantía institucional”, pero no como un “derecho” porque del texto constitucional (semánticamente, signos + significados, y social o tópicamente), no se deriva semejante consecuencia. Como es conocido, de un objetivo constitucional no se deriva necesariamente un “derecho”, a menos que ese objetivo pueda comportarse y de él puedan derivarse titularidades activas identificables, lo que no parece poderse construir a partir del texto constitucional sobre promoción de producción.

Eso no significa que no tenga virtualidad y efectividad jurídica, pero más como principio de interpretación y aplicación, como programa de acción habilitante jurídicamente para actuar el Estado en función de ese valor o como “garantía constitucional”, pero no como “derecho” en el sentido técnico jurídico del término (titularidad activa o exigencia subjetiva capaz de exigirse ante órganos con capacidad de resolver controversias jurídicas). Aun tratándose como se trata de una norma habilitante (principio de legalidad) de la actuación del Estado en el campo económico y social, ella queda necesariamente subordinada al respeto de los derechos y libertades constitucionales e internacionales. Por ello, no puede tener la virtud de derogar, anular o disminuir el alcance y el goce de los derechos y libertades señalados, sino que debe articularse con ellos para alcanzar el objetivo constitucional.

Por otra parte, la promoción de la producción, tampoco significa promoción de una determinada actividad, industria o bien, sino del crecimiento económico –de la producción en general– y, con ello, del bienestar social. Por tanto, la Constitución quiere que avancemos en crecimiento, en bienestar social, en protección del ambiente, pero respetando la libertad en general (Artículo 28), la económica o de empresa (Artículo 46) y la propiedad privada (Artículo 45). En cambio, la regulación o los controles excesivos o el “proteccionismo” (externo o interno), por ejemplo, no tienen rango ni protección constitucional, sobre todo porque afectan en su esencia a la igualdad de derechos y a la libertad, pero además porque no han demostrado ni siquiera ser un instrumento idóneo para “promover la producción” y menos para alcanzar un adecuado reparto de la riqueza. Desde ese punto de vista, la implicación principal del concepto, debería impulsar a promover o a aceptar aquellos métodos o sistemas de producción que hayan demostrado histórica y empíricamente superioridad para impulsar el crecimiento económico y la producción o, al menos, a no derogar ni disminuir la vigencia de los derechos y libertades fundamentales y económicas, frente a una eventualidad –no probada y contradicha histórica y empíricamente– de un fomento de la producción por acciones estatales particulares.

Desde ese punto de vista, el sistema de mercado, la economía social de mercado y, más concretamente desde la perspectiva constitucional, el reconocimiento de las libertades de empresa y de propiedad privada, han demostrado mayor pertinencia y éxito en promover el crecimiento de la producción en general, que los sistemas que privilegian la intervención o dirección estatal de la economía, el “mercantilismo” y la planificación económica centralizada. Lo lógico, entonces, sería promover o al menos respetar esos derechos y libertades económicos, para alcanzar el objetivo constitucional de promover la producción.

El más adecuado reparto de la riqueza, tampoco otorga un derecho constitucional específico y se parece más a un principio rector de la política social y económica. No significa tampoco la “igualdad de rentas o de resultados”, porque ello implicaría la negación de la misma igualdad de derechos, de la libertad y de la propiedad privada, derechos que también garantiza la Constitución. Es verdad que el sentido “tópico” de la expresión supone una vocación de igualdad material (como complemento de la “formal”) y de búsqueda de una menor desigualdad en la renta o de menores diferencias entre “percentiles” o entre las capas económicas superiores y las inferiores, pero esa pretendida igualdad material (i.e., reparto de la riqueza) no puede construirse a costa de la libertad de empresa y de trabajo o del derecho de propiedad. En todo caso, ese objetivo debe alcanzarse al menor costo posible para la vigencia de derechos fundamentales como la igualdad de derechos, las libertades económicas y la propiedad privada. El más adecuado –léase, equitativo– reparto de la riqueza puede alcanzarse mejor en un sistema de economía social de mercado que en un sistema socialista, mercantilista o estatista, como demuestra la historia y la evidencia empírica (a menos que de lo que se trate es de repartir la “pobreza”), entre otras cosas porque responde más equitativamente al esfuerzo personal, familiar (herencia) o social en general y porque respeta mejor los derechos y libertades económicas.

Salvo en la versión anodina, el objetivo constitucional del Artículo 50, párrafo primero, ciertamente habilita el establecimiento y la adopción de políticas públicas, de progresividad fiscal, de programas universales de fomento o protección y de programas focalizados de apoyo social, pero siempre y cuando esas políticas o programas no resulten ser “regresivos” y sean, además, razonables y proporcionadas al objetivo constitucional que se persigue, no afecten en su esencia (en su contenido esencial) los derechos y libertades fundamentales y se dicten por los órganos competentes y mediante el procedimiento previsto.

Por otra parte, el reconocimiento del medio ambiente a que alude el Artículo 50 (párrafos 2 y 3) no se construye, ni se puede constitucionalmente construirse, a costa de la propiedad privada y de la libertad de empresa que son derechos constitucionales, sino a partir de ellas, para complementarlas o equilibrarlas, no para derogarlas ni disminuirlas.

La interpretación, entonces, debe ser armónica. Entre varias opciones para proteger el medio ambiente, debe escogerse aquella que restrinja en menor medida el derecho de propiedad y la libertad de empresa. Impulsando, por ejemplo, las externalidades positivas de la libertad de empresa y de la propiedad privada y limitando o compensando las externalidades negativas de las actividades y propiedades privadas sobre el ambiente, pero esto último solo en la medida estrictamente necesaria para alcanzar el objetivo constitucional de proteger el medio ambiente.

La Sala Constitucional, en todo caso, ha reconocido jurisprudencialmente esos objetivos constitucionales sobre el medio ambiente, dándole un carácter de verdadero derecho constitucional, aun antes de la aprobación normativa de la reforma al Artículo 50 (en 1994), derivándolo del Artículo 21 sobre el derecho a la vida (del que a su vez, derivó el derecho a la salud). Desarrolló incluso la legitimación ambiental en forma amplia en su Sentencia No. 3705-93, es decir, más de un año antes de la citada reforma constitucional. Apartir de ambas (del Artículo 50, párrafos 2 y 3, y de la jurisprudencia constitucional), el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado es un derecho “autoaplicable” y no programático, cuya titularidad corresponde a todo ser humano y de ahí la amplitud de la legitimación procesal para defenderlo (por intereses difusos, colectivos e individuales). No es, por tanto, un derecho “programático” ni un mero principio rector de la política económica y social (obsérvese la diferencia con el reconocimiento de los otros dos objetivos constitucionales del Artículo 50). La Sala Constitucional ha llevado ese derecho incluso un paso más allá, al sostener el principio “pro natura”, lo que me parece válido, pero para ponerlo a la par del principio “pro libertatis”, no para anularlo (lo que me parece inválido). Esto llevó en alguna ocasión a la Sala a excederse al afirmar el “principio de prioridad frente al derecho de propiedad” en un caso de desarrollo urbanístico (Sentencia No. 6010-96) y hacer derivar del principio de “evitación prudente” (ver caso de los Cables de Alta Tensión, Sentencia No. 2806-98), restricciones aun mayores a las derechos y libertades económicas, afirmando incluso el criterio de que el “silencio positivo” no es aplicable en materia ambiental (ver Sentencia No. 1730-94).

La relación entre el Artículo 50 y los artículos 28, 33, 34, 45 y 46 de la Constitución, obliga necesariamente a una interpretación armónica, contextual y de equilibrio entre los principios y derechos en juego. Cómo proteger la libertad en general, la igualdad de derechos, los derechos adquiridos de buena fe, la propiedad privada, la libertad de empresa, la libre competencia, la libertad de contratación; sin negar los objetivos constitucionales de promover la producción y el más adecuado reparto de la riqueza; cómo alcanzar estos objetivos, sin afectar en su contenido esencial los derechos y libertades económicos. Esa interpretación, me parece, es perfecta y necesariamente posible, porque la Constitución quiere que todos los objetivos se cumplan simultánea y equilibradamente. La única organización económica (i.e., de la producción) posible constitucionalmente es aquella compatible con la vigencia de esos derechos y valores constitucionales. Por tanto, tendrá que ser alguna modalidad de mercado, es decir de libre competencia, de libertad empresarial y contractual, de propiedad privada. Como también están de por medio derechos y garantías sociales, esa modalidad de mercado, deberá incluir o permitir el desarrollo de los valores y objetivos sociales de la Constitución.

La promoción de la producción posible constitucionalmente deberá asegurar la compatibilidad de la misma con el crecimiento económico (i.e., de la producción) nacional y, por tanto, deberá ser generalizada y respetar, a su vez, todos los derechos constitucionales y, entre ellos, la igualdad ante la Ley, la no discriminación, la libertad en sus diversas modalidades, la propiedad y los derechos sociales y ambientales. Serán vedadas, entonces, modalidades de actuación estatal o gubernamental que, so pretexto de alcanzar el objetivo de promover la producción, violenten o distorsionen la libertad de contratación, la libre competencia, lalibertad de empresa, la libertad en general, el ambiente, los derechos sociales, la propiedad privada (salvo las limitaciones de interés social que no tengan carácter expropiatorio). El proteccionismo o el control de precios, por ejemplo, son difícilmente compatibles con esos valores, porque obviamente suponen la distorsión o negación, al menos, de la libertad de empresa, de contratación y de libre competencia y porque, además, suponen también graves distorsiones de la igualdad de derechos, sin adelantar nada en favor de los derechos sociales (salvo en lo hace al salario mínimo) ni en favor del medio ambiente. La evidencia empírica, en efecto, tiende a destacar que esos valores más bien pueden verse afectados con una política proteccionista o de control de precios, al menos en el mediano y largo plazos.

Por su parte, la acción y búsqueda estatal del “más adecuado reparto de la riqueza” constitucionalmente posible deberá asegurar también la compatibilidad de ese objetivo o principio constitucional con los derechos en juego y en aparente conflicto: con la libertad en general, y con sus diversas modalidades, con la propiedad privada, con la igualdad de derechos, con los derechos sociales, etcétera. Desde ese punto de vista, el reparto de la riqueza no puede querer la igualdad de resultados sin atender al mérito y al esfuerzo (producto del ejercicio de la libertad empresarial o de la libertad y derecho al trabajo, entre ellos), porque entonces violaría el principio de equidad; ni puede dejar de aspirar a una mayor igualdad de oportunidades, porque entonces se vaciaría de contenido la aspiración constitucional de la igualdad (formal y material) y del “reparto de la riqueza”. En ese sentido, la evidencia empírica e histórica, demuestran que el “estatismo”, el proteccionismo, la actividad empresarial del Estado o los monopolios públicos (artificiales, avalados o tolerados legalmente), por ejemplo, lejos de ayudar a equilibrar las rentas (i.e., diferencias menores entre los grupos más ricos y los más pobres), más bien logran lo contrario (tienen efectos regresivos) o sirven muy poco para lograr el objetivo y, a cambio, afectan sensiblemente los derechos y libertades fundamentales y económicos. Aun cuando llegaran a apoyar una menor desigualdad en el reparto de la riqueza (lo que normalmente no ocurre, por cierto), ese tipo de acciones gubernamentales afectan desproporcionadamente otros valores y derechos constitucionales y por tanto deberían ser vedadas.

La jurisprudencia constitucional, sin embargo, no accede a ese tipo de análisis y asume erradamente que cualquier acción gubernamental que pretenda o que se justifique teóricamente para alcanzar esos objetivos constitucionales es válida y, por si fuera poco, que esa justificación y esas acciones, permiten derogar o disminuir la vigencia de los derechos y libertades económicas. En una versión contextual del Artículo 50 constitucional, por el contrario, es legítimo y hasta exigible aspirar a esos objetivos constitucionales, pero sin afectar ni disminuir la vigencia de los derechos y libertades constitucionales. Cuando puedan entrar en aparente conflicto, la carga de la prueba, por tanto, correspondería a la intervención estatal y correspondería a ésta probar que se alcanzarán proporcionalmente esos objetivos. Es decir, que el beneficio social resultante será previsiblemente mayor que el perjuicio o la afectación que se provocará en las libertades económicas o en la vigencia y protección de la propiedad privada.

Análisis crítico de la jurisprudencia constitucional

La jurisprudencia de la Sala Constitucional en este tema, como dije, va desde la versión anodina del Artículo 50, al declararlo una “una norma programática afín con el orden público económico, pero –que– no otorga derecho subjetivo alguno al particular” (Sentencia de la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia de las 14:30 horas del 6 de enero de 1986 y en el mismo sentido, la Sentencia de la Sala Constitucional No. 105-89); hasta una versión “estatista” que pretende la superioridad del Artículo 50 por sobre el Artículo 46 y, en general, sobre todo el entramado constitucional que garantiza las libertades económicas.

En esta dirección, merece recordarse la Sentencia sobre la regulación de precios en los parqueos públicos (Sentencia No. 84-90) en la que la Sala avaló esa regulación, sin fundarse en el Artículo 50,

“... en resguardo de [los] intereses al uso de parqueos públicos, actividad que por este motivo debe estar regulada por el Estado, en protección de los intereses de los obligados usuarios, por lo que esa regulación no atenta contra el principio de libre comercio que en el Artículo 46 consagra nuestra Constitución Política”.

En esa época y en contra de esa corriente jurisprudencial, merecen citarse los casos de la Chiriquí Land Co. sobre fijación de precios de cajas de cartón por Decreto (Sentencia No. 1635-90) y la Sentencia sobre Libertad de Comercio y farmacias (Sentencia No. 1195-91). En ambos casos, la Sala reconoce expresamente la libertad de contratación, la libertad económica y la libertad de comercio, como derechos constitucionales derivados de los Artículos 28, 45 y 46 la Constitución, al anular respectivamente la fijación estatal de precios (del valor de la caja de cartón) mediante Decreto y al anular un Decreto que prohibía el establecimiento de farmacias cerca de otra existente, de acuerdo con una distancia fijada por Decreto (500 metros).

Poco tiempo después (1992), sin embargo, la Sala Constitucional fundándose específicamente en el Artículo 50, inicia una jurisprudencia mayoritaria en favor de la superioridad de este Artículo por sobre los Artículos 46 y 28 en la práctica (éste último salvo en lo que se refiere a la reserva de Ley, pero ni siquiera consistentemente en favor de ésta). En esa dirección, conviene recordar la Sentencia sobre las exigencias establecidas por Decreto Ejecutivo, sin fundamento específico en una Ley (actualmente así lo establece la Ley de Promoción de la Competencia y Protección Efectiva del Consumidor y el nuevo párrafo final del Artículo 46 constitucional, reformado por Ley No. 7607 del 18 de agosto de 1996), para el etiquetado de productos en los establecimientos comerciales alegando, con fundamento en el Artículo 50, que “las razones de oportunidad no desdicen la legitimación del Estado para ordenar los derechos de los consumidores y las obligaciones de los comerciantes” (Sentencia No. 1441-92).

Al pasa del papel que deben jugar los demás magistrados, se dicta la sentencia paradigmática de la Ley de la Moneda, donde la Sala reconoce la existencia constitucional de un “orden económico de libertad” (Resolución No. 3495-92 del 19 de noviembre de 1992) y donde el Artículo 50 no se utiliza como excusa genérica para violar ese orden y los derechos y libertades económicas. Es más, en esa Sentencia se reconocen limitaciones a esas libertades, pero derivadas de otros derechos constitucionales como “la vida, la libertad o la integridad personales”; o de los supuestos del Artículo 28 constitucional, tales como la moral, el orden público o los derechos “iguales o superiores” de terceros, a lo que se agrega que ni aun la “situación económica “general del país”, puede tener la virtud “de facultar al legislador –mucho menos al Poder Ejecutivo agrego–, para violar los contenidos esenciales de los derechos fundamentales...” como las libertades económicas (Sentencia No. 3495-92, lo que está entre paréntesis no es del original).

Esa Sentencia, sin embargo, aunque no ha sido desdicha expresamente, es contradicha en la práctica de la Sala Constitucional al avalar el más absoluto control de precios de la antigua Ley de Protección al Consumidor (ver Sentencia No. 2757-93), los controles exhaustivos de precios de gas licuado (en “bombona” o envase metálico y donde opera la competencia) por parte del antiguo Servicio Nacional de Electricidad (ahora Autoridad Reguladora de Servicios Públicos), en la Sentencia No. 2351-94; y, derogada la antigua Ley de Protección al Consumidor en 1995, al avalar también las “ventas a plazo” (Sentencia No. 1391-01), los Decretos sobre emisión de gases (Sentencia No. 3823-01), la fijación de precio mínimo de venta de banano (Sentencia No. 5548-01), la monopolización del arroz por parte de la Corporación Arrocera (Sentencia No. 4448-02).

La exigencia de un subsidio de bancos comerciales privados en favor de banca estatal (Sentencia No. 6675-01), o la importación privilegiada y monopolizada de arroz (Sentencia No. 0351-03). En todos estos casos, por ejemplo, la Sala Constitucional funda las restricciones a las libertades económicas en una supuesta superioridad del Artículo 50 de la Constitución, por sobre lo dispuesto en los Artículos 28 (sobre libertad en general), 46 (sobre libertad de empresa en general y sobre derecho del consumidor a la competencia) y 33 (sobre igualdad de derechos, al menos en cuanto se aplica a materias económicas y sociales).

En la primera de esas Sentencias, la Sala Constitucional, aunque reconoce que los controles de precios de márgenes de utilidad suponen una “limitación de la libertad en sus más puras expresiones”, esa limitación la considera “razonable, por estar dirigida al cumplimiento de los postulados esenciales de nuestro pacto político, el estipulado en el Artículo 50 de la Constitución” (Sentencia No. 2757-93).

En ninguna parte de la Sentencia, sin embargo, se explica porque esa limitación que se reconoce extensiva sobre libertad de comercio, de contratación y de empresa en general, está dirigida a cumplir el Artículo 50, esto es, a estimular o fomentar la producción, a “organizarla” en el sentido constitucional y, mucho menos, a un más “adecuado reparto de la riqueza”. En todo caso, no se intenta ni siquiera explicar la relación del citado control general de precios y de márgenes de utilidad, con esos objetivos tutelados por el Artículo 50. Por otro lado, la resolución tampoco explica por qué es inválido regular por Ley el valor de la moneda y es válido regular por Decreto los precios de cualquier producto. A partir de entonces, el Artículo 50 se convierte en la caja de sastre para justificar cualquier restricción a la libertad de empresa y, con ello, en el Caballo de Troya para restringir y anular el efecto práctico de las libertades económicas. Veamos algunos ejemplos:

“El proyecto –de Ley– establece controles a la actividad arrocera y limita la competencia, pero no considera esta Sala que esos controles y esas limitaciones supriman la libertad de empresa, toda vez que el Artículo 50 de la Constitución Política no solo acepta que el Estado proteja la producción nacional, sino que reclama su organización y estímulo! (Sentencia No. 4448-02 y en el mismo sentido, ver Sentencias No. 550-95, No. 3120-95, No. 5483-95, No. 1608-96).

O sea, que limitar la competencia y controlar una actividad intensamente, no afectan la libertad de comercio, la libre competencia, la igualdad de derechos y la propiedad privada, a pesar de abiertamente lo hacen.

En otra sentencia del mismo tenor, la Sala reconoce que:

“... la fijación del precio del banano para la exportación, constituye una limitación razonable porque está dirigida al cumplimiento del Artículo 50 de la Constitución Política, al representar una garantía de uniformidad de las condiciones básicas de la libertad de empresa y de comercio…” (Sentencia No. 5548-91).

En ninguna parte de la Sentencia, sin embargo, se explica porque esa limitación y fijación de precios está dirigida a cumplir el Artículo 50, esto es, a estimular o fomentar la producción, a “organizarla” en el sentido constitucional y, mucho menos, a un más “adecuado reparto de la riqueza”. En todo caso, no se intenta ni siquiera explicar la relación de la citada “limitación” con esos objetivos tutelados por el Artículo 50. Por si fuera poco, cabe preguntar desde cuándo la “uniformidad de las condiciones básicas” es una garantía de las libertades de empresa y comercio.

En el caso de las ventas a plazo, la Sala continúa con la misma tendencia al afirmar que:

“El Estado interviene definiendo el contenido de un contrato entre particulares de forma previa a la oferta pública –de ventas a plazo–…, sin interferir abiertamente en la libertad contractual. La normativa impugnada, según la Procuraduría General de la República, tiene un gran sentido preventivo, concebida para la protección de los consumidores puesto que se trata de regular la actividad comercial (Artículo 50 Constitución Política)” (No. 1391-01).

Sin embargo, no se ve cómo “definir el contenido de un contrato entre particulares” no interfiere, al menos, en la libertad de empresa o en la libertad contractual. No se ve tampoco cómo la “censura previa” de las ventas a plazo, ayude a alcanzar mejor los objetivos constitucionales de promover la producción o el más adecuado reparto de la riqueza. Aun cuando aparentemente lograra esos objetivos (lo que es dudoso, por lo dicho), ni siquiera se analiza si la restricción establecida con esos fines es proporcional a los derechos y libertades que limita efectivamente.

En ese mismo sentido, la Sala Constitucional, ha justificado la obligación de que la banca comercial privada financie o subsidie a la banca estatal, argumentando que:

“... la banca privada costarricense debe ser copartícipe en el proyecto de desarrollo del país y que la libertad de comercio es susceptible de regulación por parte del Estado, siempre y cuando no traspase los límites de razonabilidad y proporcionalidad constitucionales, además toda actividad bancaria debe estar bajo un estricto control por parte del Estado… Las normas impugnadas –Artículos 52 de la Ley Orgánica del Banco Central y 59 de la Ley Orgánica del Sistema Bancario Nacional– y los límites establecidos son medidas compensatorias que permiten que la banca estatal opere en condiciones de eficiencia, compita con la banca privada y logre la repartición de la riqueza de la manera más adecuada (Artículo 50 de la Constitución Política), toda vez que los bancos estatales pueden contar con mayores recursos para destinar a programas prioritarios o para otorgar créditos a sectores de la población que no podrían beneficiarse con créditos de la banca privada” (Sentencia No. 6675-01).

No se ve por qué la regulación por parte del Estado de la libertad de comercio permite que se cobre a la banca privada –léase a los usuarios de la misma, en última instancia–, una “tasa” o un monto en favor de la Banca estatal, que también es comercial y compite con la privada por el mismo público. No se ve como cobrarle a unos bancos para subsidiar a otros (los estatales) ayude a la eficiencia de éstos (suponiendo que ello sea un objetivo constitucional legítimo), mucho menos que mejore la competencia (la que más bien afecta sensiblemente) o que con ello se logre una mejor distribución de la riqueza. Ni se garantiza tampoco que con ello haya crédito para los sectores más pobres de la población. En todo caso, tampoco se entra a analizar si esa “regulación” (en verdad, ese cobro o “tasa” en favor de la banca estatal) es razonable y proporcionada para alcanzar los objetivos constitucionales del Artículo 50 constitucional y si el objetivo y su resultado previsible, es compatible y proporcionado con los derechos y libertades en juego (entre ellos, la igualdad y no discriminación y las libertades económicas).

En otra sentencia más reciente, a propósito de nuevo sobre el arroz, la Sala Constitucional alegó que:

“No es cierto que las normas impugnadas hayan creado una práctica monopolística de importación de arroz al otorgar a una bolsa una tasa de arancel privilegiado, ya que existe autorización legislativa para hacer[lo]… Los motivos para la procedencia de la medida impugnada se relacionan con el deber del Estado de velar porque la población no sufra de escasez de un producto alimenticio esencial, así como el deber de preservar la estabilidad y el crecimiento del aparato productivo (Artículo 50 de la Constitución Política, deber de organizar y estimular la producción nacional)” (Sentencia No. 351-03).

De acuerdo con esa tesis, la práctica monopolística sería válida si hay autorización legislativa para hacerlo, aunque se afecten la igualdad y la libertad. Contra esa tesis, la Constitución más bien señala que “son prohibidos los monopolios de carácter particular”, que “es de interés público la acción del Estado encaminada a impedir toda práctica o tendencia monopolizadora”, que los “monopolios de hecho deben estar sometidos a una legislación especial”, que “para establecer nuevos monopolios en favor del Estado o de las Municipalidades se requerirá la aprobación de dos tercios de la totalidad de los miembros de la Asamblea Legislativa”, que los consumidores tienen derecho “a la libertad de elección” (lo que está entre comillas es del Artículo 46 de la Constitución). No se ve entonces, qué relación tiene la monopolización de la importación de arroz con la pretensión aparente de impedir de escasez de un producto (el arroz), cuando más bien la evidencia empírica indica que en el marco del monopolio hay mayor riesgo de escasez, de acaparamiento y de abuso, que en el marco de una competencia abierta. Tampoco se explica de qué manera esa monopolización tiene algo que ver con la estabilidad y el crecimiento del aparato productivo, ni por qué esa aspiración es legítima y proporcionada en relación con la restricción que provoca a otros derechos y libertades.

En resumen, para la Sala Constitucional,

“... por no ser las libertades constitucionales absolutas pueden éstas restringirse cuando se encuentren de por medio intereses superiores (como los del Artículo 50 de la Constitución)” (Sentencia No. 1488-03).

No se ve, sin embargo, por qué son superiores los intereses derivados del Artículo 50 de la Constitución, al resto de las libertades económicas. En verdad, de mantenerse esa tesis, se anularía la única forma posible de entender y aplicar el Artículo 50 de la Constitución y que he llamado “versión contextual”, por contraposición a las versiones anodinas y estatistas. La tesis de la Sala, supondría no ya la neutralidad económica ni el doble estándar, sino algo más grave y errado, la pretendida superioridad del Artículo 50 por sobre el resto de derechos y libertades constitucionales (al menos, de las de contenido económico). Esa tesis, es incompatible con el sistema constitucional de valores, como hemos dicho.

Constitución y Sistema Económico

La Constitución no es ni puede ser neutral

La Constitución, desde el momento en que lo es, no es ni puede ser neutral. Por la naturaleza de las instituciones políticas y de las disposiciones jurídicas –y no hay duda que la Constitución es ambas cosas a la vez–, todo sistema constitucional supone, escoge, expresa y protege un conjunto de valores, que excluyen, por ello, determinadas conductas y acciones de los sujetos a los que rige e inspira. Ese sustento y esa escogencia están en la base de todo sistema constitucional, y es en función de ellos que la Constitución se puede aplicar, interpretar e integrar, so pena de dejar de cumplir su razón de ser, histórica y teleológica.

En la certera expresión de García de Enterria, la Constitución

“no es la norma que define en un instrumento único o codificado la estructura política superior de un Estado, sino, precisamente, la que lo hace desde unos determinados supuestos y con un determinado contenido... La idea de la Constitución debe ser referida, para no volatilizarla en abstracciones descarnadas e inoperativas, a una corriente que viene de los siglos medievales, que se concreta a fines del siglo XVIII y en el XIX en el movimiento justamente llamado constitucional y que, tras la segunda guerra mundial y el trágico fracaso de los totalitarismos que en ella perecieron, ha vuelto a reanudar su mismo sentido específico... En la Constitución como instrumento jurídico ha de expresarse, precisamente, el principio de autodeterminación política comunitaria, que es presupuesto del carácter originario y no derivado de la Constitución, así como el principio de la limitación del poder... El principio limitativo del poder y de definición de zonas exentas o de libertad individual es, en efecto, un principio esencial del constitucionalismo...

Las concepciones políticas de derecha (de la reacción monárquica en Europa o caudillezca en la América Latina del siglo XIX) y de izquierda (F. Lasalle, Marx), y la posición de algunos teóricos constitucionales (Romano, Schmitt, v.g.), sin embargo, se desviaron de esa tradición y rechazaron la idea misma de la Constitución como instrumento jurídico de limitación del poder (la Constitución llegó entonces a ser apenas “una hoja de papel” que ocultaba las relaciones fácticas –económicas– de poder), o la volatilizaron de manera que perdiera su sentido original y quedara reducida al absurdo (el Estado es Constitución y, por tanto, no opera como límite jurídico a su ejercicio, sino apenas como expresión de una estructura de poder).

A partir de allí, la Constitución pareció dejar de ser criterio y límite de acción de los poderes públicos, y perdió su sentido histórico, teleológico y jurídico. Se olvidó la idea originaria de que:

“Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes no tiene Constitución” (Artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789).

La idea de tener una Constitución, sin embargo, no se perdió ni se podía perder del todo. La recuperación de la democracia, de la economía de mercado y de la libertad, exigió recuperar el sentido originario de la Constitución y, con él, la idea de que la Constitución, como instrumento político y jurídico, no es ni puede ser neutral.

La opción constitucional ciertamente no puede más que expresarse en términos generales. Al ser la cúspide de un sistema jurídico nacional, la Constitución expresa una generalidad y una apertura lingüística, que no tiene el resto del ordenamiento jurídico. Permite un amplio margen de apreciación y de acción a los poderes y a los ciudadanos que regula, de manera que asegura la libertad que les reconoce a los segundos y la autonomía o discrecionalidad que les otorga a los primeros. Pero, de nuevo, se trata de una discrecionalidad o autonomía, que no puede saltarse los límites que la Constitución asigna, ni aspirar a construir valores que la Constitución veda, ni modificar los principios en los que ella se funda, ni traspasar o violentar los derechos que ella garantiza. De esta manera, lo que tienen los poderes constituidos y el legislador en primer término, es un margen de apreciación y de acción dentro de los parámetros constitucionales. Pero ese margen discrecional de los poderes del Estado, fundado en la constatación de que las autoridades tienen la obligación de definir y ejecutar las prioridades, necesidades y contornos de una acción gubernamental; no obsta para el cumplimiento de las obligaciones constitucionales, ni mucho menos implica que los tribunales “constitucionales” abdiquen el poder de control que deben cumplir, ni su competencia para revisar y enmendar la interpretación y aplicación que de tales normas realicen las autoridades legislativas, ejecutivas y aun judiciales del Estado.

Encontrar el equilibrio entre la escogencia constitucional (los valores, principios y derechos constitucionales) y la escogencia de los poderes constituidos (las leyes, los decretos y las acciones gubernamentales) es la clave de bóveda del sistema constitucional, y es verdad que la frontera siempre es difícil de establecer. Pero de que la frontera existe no puede caber duda: de que la Constitución escoge y por tanto excluye determinadas decisiones y conductas, no cabe ninguna duda. Y que esa escogencia debe estar por encima de la escogencia de los legisladores, de los gobernantes de turno y de los propios jueces, es una afirmación de principio que está en la base de todo sistema constitucional. Si la escogencia de estos fuera libre, sin limitaciones, esa escogencia, en última instancia, estaría por encima de la escogencia constitucional y al estarlo, la Constitución dejaría de ser suprema.

Si es cierto que los términos constitucionales son, por generales, abiertos a distintos desarrollos, no es menos cierto que ellos tienen también la pretensión de imponer límites a la acción gubernamental y de los mismos ciudadanos, y por ello, suponen la exclusión de determinadas acciones y la prohibición de determinadas conductas. En materia económica ocurre lo mismo. Si es cierto que los términos constitucionales permiten la aplicación de políticas económicas variadas por parte de los poderes públicos, también lo es que no toda acción económica de esos poderes será permitida constitucionalmente.

Quizás por ello, en los países de tradición democrática y constitucional, la desvaloración de la Constitución no se dio, ni podía darse, de manera abierta; por lo que la desvalorización se concentró en las áreas más sensibles al poder político –las decisiones económicas y sociales–, por medio de la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución, o del doble estándar o escrutinio que afecta en su esencia la idea misma de la supremacía constitucional.

La Constitución no es neutral en el campo económico

Si la constitución no es ni puede ser neutral en general, no lo es ni lo puede ser en el campo económico. Por la propia naturaleza de las cosas, toda Constitución opta por un determinado sistema económico, al menos en sus líneas generales. Toda Constitución supone un grupo de principios y de límites que excluyen determinados modelos de desarrollo económico. Si reconoce la propiedad privada como derecho constitucional, por ejemplo, rechaza por lo pronto la existencia de un sistema donde la propiedad está, exclusiva o principalmente, en manos del Estado.

Si reconoce la libertad de empresa y de comercio como derecho constitucional, rechaza aquellos sistemas en que se niega al mercado, es decir al libre comercio, un papel vital en la fijación de precios, o en el que se impone una planificación económica centralizada. Si se establece la obligación constitucional de los poderes públicos de contribuir para alcanzar determinados valores sociales (garantías sociales), se excluye el mero abstencionismo del Estado.

Pero si es cierto que la Constitución no es ni puede ser neutral en el campo económico, también lo es que la definición del sistema económico por el que se opta, deja siempre un margen de apreciación y de acción a los poderes públicos para alcanzar y compatibilizar las metas constitucionales con el respeto de los derechos también constitucionales.

Como ha dicho Gaspar Ariño en España, aunque no hay “un modelo económico rígido que de forma inequívoca imponga soluciones uniformes al orden económico…, hay un amplísimo margen de alternativas para la configuración del modelo económico, pero hay un sistema económico que se deduce de la Constitución…”

Constitución y Sistema Económico

La Constitución no es una receta económica o social, ni un mero espectador de las decisiones de política económica o social (ni fórmulas anodinas, ni acabadas).

En materia económica, la Constitución -cualquiera que sea-, nos impide acudir a fórmulas acabadas o anodinas. Las primeras pretenden que la Constitución diseña cada una de las aristas de un régimen económico y social. Las anodinas, pretenden, sin más, declarar la neutralidad económica de la Constitución. A partir de la primera aproximación -la de las fórmulas acabadas- hay quienes pretenden negar un margen de acción a los poderes constituidos -en última instancia, a los electores-, para acudir a fórmulas disímiles y competitivas de decisión política y económica. A partir de la segunda aproximación -la anodina-, hay quienes pretenden sugerir que los poderes públicos pueden acoger ilimitadamente cualquier modelo económico y actuar conforme a éste. Ninguna de esas dos posiciones es válida constitucionalmente. Ni la Constitución es una receta económica y social, ni la Constitución es un mero espectador de las decisiones de política económica y social. Siempre habrá barreras infranqueables y siempre será necesario reconocer un margen mínimo de acción y de decisión a los poderes constituidos. La frontera viene diseñada, en primer lugar, por el propio texto constitucional, pero también por su contexto histórico y teleológico. Si el margen de apreciación es muy amplio, la garantía constitucional sirve de poco o de casi nada. Si el margen es muy estrecho, se dificultará toda escogencia o experimentación social.

Las dos posturas -la acabada y la anodina-, obedecen en todo caso a determinados valores ideológicos y económicos. Detrás de la idea de la neutralidad económica de la Constitución, por ejemplo, hay una posición nada neutral respecto del modelo económico que debe perseguir una sociedad determinada. Hay, pues, una filosofía económica que pretende sustituir el mecanismo de mercado y el equilibrio macroeconómico, por el poder discrecional del Estado para dirigir las variables económicas y, con ello también, restringir el ámbito de libertad individual de los ciudadanos (por lo menos, de los derechos de carácter económico que recogen todas las constituciones).

Sostener la neutralidad económica de la Constitución y acoger las consecuencias de una tal definición, supone inevitablemente otorgar a los poderes constituidos la posibilidad de restringir ilimitadamente los derechos constitucionales que tienen incidencia económica (la propiedad, la libertad de empresa, la libertad de trabajo, la libertad en general, la limitación de la jornada laboral, las mismas garantías sociales, y en última instancia casi todos los derechos constitucionales). Ello, claro está, no es posible en ningún sistema constitucional (al menos en cuanto lo siga siendo). Y no lo es, porque incluso allí donde se afirma la neutralidad económica, la Constitución no lo es ni lo ha sido nunca en verdad. Porque incluso allí donde se afirma la neutralidad económica de la Constitución, no se han acogido todas las consecuencias de una tal definición.

El hecho, sin embargo, es que la tesis de la neutralidad económica se predica y opera -aunque limitadamente- en perjuicio de la seguridad jurídica, de los derechos de carácter económico y, con ello, de la vigencia de todos los derechos constitucionales y del mismo sistema constitucional, como tendremos ocasión de ver.

La tesis del “doble estándar” en los Estados Unidos y de la “neutralidad económica” en Alemania y en Europa

La tesis de la neutralidad económica de la Constitución aparece primero en los Estados Unidos (aunque no se llega a utilizar la expresión), fundamentalmente como contrapartida al activismo económico de la Corte Suprema de Justicia durante el periodo que va de finales del siglo XIX a mediados de los años 30 del siglo XX y que se conoce como era del “substantive due process” o “era Lochner” (por referencia al caso Lochner vs. New York de 1905, por la que se anuló la fijación legal de la jornada de trabajo de panaderos en New York). Si en el primer período (del caso Marbury vs. Madison de 1803 a los años 90 del siglo XIX), la Corte Suprema aplicó –bien que limitadamente- los derechos constitucionales para restringir acciones federales o estatales en el campo económico, en el período posterior (era Lochner), fue especialmente proclive a proteger las libertades económicas en contra de regulaciones estatales y federales, especialmente en el campo laboral y del comercio, lo que llevó a un enfrentamiento muy fuerte con el Gobierno, sobre todo de F. D. Roosevelt y su política de “New Deal”, quien incluso llamó a los parlamentarios de su país a “salvar la Constitución de las garras del Tribunal”. A partir de los años 1934 y 1937, la Corte cede a la presión del Gobierno y modifica su jurisprudencia, siendo a partir de entonces especialmente deferente frente a las regulaciones económicas y renunciando al “substantive due process” en materia económica.

En el caso NEBBIA vs. NEW YORK (#291 U.S. 502, de 1934) la Corte Suprema afirmó:

“En lo que se refiere al requisito del debido proceso, y en defecto de otra restricción constitucional, un Estado es libre de adoptar la política económica que considere razonable a favor del bienestar público, y de hacer cumplir esa política por la legislación adaptada a esa finalidad. Los tribunales no tienen autoridad para declarar dicha política o, cuando ha sido adoptada por el brazo legislativo, para anularla…”

Esa decisión es confirmada en el caso WEST COAST HOTEL vs. PARRISH (#300 U.S. 397, de 1937), al resolver la Corte Suprema que la libertad de contratar no es ilimitada y que las consideraciones legislativas del bienestar público (en el caso estableciendo el salario mínimo para las mujeres), justifican las restricciones a esa libertad. A partir de entonces, el substantive due process no vuelve a ser utilizado en el campo de las regulaciones económicas gubernamentales.

A finales de los 60, la Corte Suprema recupera el “debido proceso sustantivo”, pero para enfrentar la legislación en otros campos (especialmente en materia de familia y aborto, cuyo caso paradigmático es el de ROE vs. WADE del año 1973). El hecho es que a partir de entonces (de 1934-37), la Corte Suprema tiende a ser neutral en el campo económico y a aplicar un “doble estándar”, en el sentido de que es mucho más estricta al analizar las regulaciones de las demás libertades, a las que cataloga de prioritarias (particularmente las derivadas de la 1ª Enmienda), y mucho más laxo o deferente frente a las regulaciones y limitaciones a las libertades económicas y a la propiedad privada, instalándose lo que algunos autores han llamado, la tesis del “double standar”. En los últimos 20 años (a partir de los años 80s.), sin embargo, se nota alguna recuperación de la protección a las libertades económicas y particularmente del derecho de propiedad, pero no puede afirmarse que se ha renunciado a la política del “doble estándar”, aunque tampoco puede afirmarse la prevalencia simple de la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución en los Estados Unidos.

El tema en Alemania, nace en torno al debate sobre la “Economía Social de Mercado” que impulsaron los gobierno socialcristianos de Adenauer y Erhart a partir de la entrada en vigencia de la Ley Fundamental de Bonn de 1948. Frente a la tesis de Nipperdey, de que la Constitución alemana se decantaba por la Economía Social de Mercado, como única fórmula económica aceptada por la Constitución, el Tribunal Constitución alemán a principios de los años 50 del siglo pasado acogió la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución.

La doctrina alemana y el mismo Tribunal, sin embargo, entienden que la

“neutralidad político-económica de la Ley Fundamental significa que el legislador constitucional ha querido dejar abierta la cuestión del orden económico, pero también ha querido la realización de la libertad económica…, -por lo que ella- no significa que el legislador, al configurar el ordenamiento económico, sea completamente libre. Por el contrario, tanto en este supuesto como en general, está vinculado por la Ley Fundamental y tiene, por ello, que respetar los principios generales del orden de libertad…”.

De hecho, por tanto, las matizaciones posteriores a la citada “neutralidad económica” hacen que pueda hablarse, respecto de las libertades económicas, más bien de un cierto doble estándar para la protección de las libertades económicas y la propiedad privada en el ámbito constitucional, pero protección al fin de esos derechos y libertades por los tribunales constitucionales e internacionales, sobre todo por la influencia en el debate interno de cada país europeo, de la acción de la Unión Europea, de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (este último, del Consejo de Europa). Con ocasión de las cuatro libertades con las que nace la antigua Comunidad Económica Europea (libre circulación de personas, materias, capitales e ideas) y del principio de igualdad, el Tribunal de Justicia europeo ha venido a dar una fuerte protección a las libertades económicas en el ámbito europeo. Protección que, de hecho, ha compensado el llamado “doble estándar” y ha limitado sensiblemente la llamada “neutralidad económica”. En todo caso, también es verdad que el Tratado de Masstricht de 1992 estableció, con ocasión de la construcción de la Unión Europea y del “Euro” como moneda única, una reglas “comunitarias” que en otros países llamaríamos “garantías económicas”, al imponer límites internacionales (“comunitarios” en sentido estricto y, por ello, supremos), a la posibilidad de endeudamiento de los Estados miembros y al déficit fiscal (establecido en el 3% del PIB como máximo). Normas que, como se sabe, son superiores a las de las propias constituciones de los Estados miembros de la Unión Europea.

En el caso del Tribunal de Derechos Humanos del Consejo de Europa (Tribunal de Estrasburgo o TEDH), la protección ha venido de la mano especialmente del derecho de propiedad reconocido en el Protocolo I del Convenio Europeo, especialmente a partir del caso SPORRONG Y LÖNNROTH contra Suecia (Sentencia del 23 de setiembre de 1982), aunque en los casos JAMES Y OTROS contra el Reino Unido (Sentencia del 21 febrero de 1986), y MELLACHER Y OTROS contra Austria (Sentencia del 19 de diciembre de 1989), el Tribunal Europeo avaló las restricciones a la libertad económica y a la propiedad privada recordando que

“Suprimir lo que se considera una injusticia social es una de las tareas propias de un legislador democrático. Ahora bien, las sociedades modernas consideran a la vivienda como una necesidad primordial, cuya regulación no puede dejarse por completo al libre juego del mercado. El margen discrecional –de cada Estado- es bastante más amplio para abarcar una legislación que garantice en esta materia una mayor justicia social, incluso cuando dicha legislación se inmiscuye en las relaciones contractuales entre personas privadas y no favorece directamente ni al Estado ni a la sociedad como tal…” (Sentencia del Caso JAMES Y OTROS).

La influencia alemana y europea fue decisiva en España en la Constitución de 1978 (artículos 35, 38, 51, 128, 131, etc.), en su desarrollo y en su operación práctica y jurisprudencial. De hecho, la propia Constitución española acoge, en el marco del artículo 35 sobre libertad de empresa, el concepto de “economía de mercado”. Es verdad, con todo, que en España se ha seguido un “doble estándar” (sin afirmar la neutralidad económica), y su Tribunal Constitucional ha sido mucho más deferente frente a las restricciones a las libertades económicas que frente a otras libertades (lo que se deriva, en parte, de la ubicación de las mismas en el texto constitucional y del régimen de tutela diferenciado que se escogió para los derechos económicos y sociales, respecto de las llamadas libertades civiles, tuteladas preponderantemente por el “amparo constitucional”).

La tesis de la superioridad de las normas intervencionistas sobre las libertades económicas en Costa Rica.

En todo caso, en ninguno de los casos citados (ni en los Estados Unidos, ni en Europa), aun afirmándose el doble estándar o aplicándolo en la práctica, se ha llegado al extremo de afirmar la superioridad de unos derechos o reglas constitucionales sobre otras, mucho menos a afirmar que las normas que habilitan la intervención económica del Estado (en nuestro país, por ejemplo, los artículos 50, 74 o 121, inciso 14; en España, los artículos 128 y 131, por ejemplo) sean superiores en rango y en aplicación a los derechos que garantizan la libertades económicas y la propiedad privada, o que estos últimos deben ceder necesariamente frente a aquellas normas, como se ha llegado a afirmar por alguna jurisprudencia de nuestra Sala Constitucional.

Esta tesis, visible en algunas sentencias de la Sala Constitucional cuando se plantea el aparente conflicto entre las libertades económicas (artículos 28 y 46) y las normas de los artículos 50 y, en menor medida, de los artículos 74 y 121, inciso 14; va mucho más allá de lo que se afirma y estila en el derecho comparado. Que en algunos países se protejan más las libertades civiles y políticas que las económicas (doble estándar), puede ser comprensible. Que haya mayor deferencia a las regulaciones económicas que a las regulaciones sobre otras libertades, puede ser comprensible (aunque no lo comparto), pero que se afirme, sin más, que las libertades económicas deben ceder ante el artículo 50 constitucional o que éste tiene el efecto de derogar el sentido práctico de los artículos 45 o 46, es una afirmación excesiva que ningún sistema constitucional puede avalar, al menos en cuanto lo siga siendo.

Frente a esa tesis, lo que corresponde es tratar siempre de interpretar y de aplicar la Constitución y sus valores integral y contextualmente, sin que pueda afirmarse la superioridad de unos valores sobre los otros y, mucho menos, afirmar que unos derogan o desplazan a los otros. La Constitución reconoce a todas sus normas, a sus contenidos y objetivos, unas consecuencias que deben aplicarse y cuando entran en aparente conflicto unas con otras, debe armonizarse la interpretación y aplicación de las mismas, de manera que se alcancen los objetivos constitucionales de todas las normas en conflicto (de todas las normas, insisto), afectando en el menor sentido posible la vigencia y validez de cada una. Se trata de que la interpretación y aplicación del articulado constitucional sea armónica y equilibrada, sin preeminencia –al menos a priori- de ningún valor protegido respecto de otro. Es decir, la necesaria visión contextual frente a las fórmulas restrictivas de las libertades económicas que ha aplicado nuestra Sala Constitucional.

El Orden Económico de Libertad o la Constitución Económica Costarricense

La Sala Constitucional, ha reconocido la existencia de un "orden económico de libertad" (Resolución #3495-92 del 19 de noviembre de 1992), que es la expresión de lo que puede llamarse una "constitución económica".

En palabras de la propia Sala Constitucional: "En esta materia -la económica- la Constitución es particularmente precisa, al establecer un régimen integrado por las normas que resguardan los vínculos existentes entre las personas y las distintas clases de bienes... Así, la Constitución establece un orden económico de libertad que se traduce básicamente en los derechos de propiedad privada (artículo 45) y libertad de comercio, agricultura e industria (artículo 46) -que suponen a su vez, el de libre contratación-... y a ellos se suman otros, como la libertad de trabajo y demás que completan el marco general de la libertad económica" (VI, Ibidem).

a) La constitución económica en Costa Rica.

Nuestra Constitución Política, aunque no diseña un sistema económico, es evidente que lo supone, al excluir determinadas conductas o limitar conformaciones económicas incompatibles con el régimen democrático y de libertad que establece.

Toda Constitución supone un grupo de principios y de límites que excluyen determinados modelos de desarrollo económico. Si ella reconoce la propiedad privada como derecho constitucional, rechaza por lo pronto la existencia de un sistema donde la propiedad está, exclusiva o principalmente, en manos del Estado. Si reconoce la libertad de empresa y de comercio y la libre escogencia del consumidor como derechos constitucionales, rechaza aquellos sistemas en que se niega al mercado, es decir, al comercio, un papel vital en la fijación de precios, o en el que se impone una planificación económica decisiva. Si se establece la obligación constitucional del Estado de contribuir para alcanzar determinados valores sociales (garantías sociales), se excluye el mero abstencionismo estatal.

La Constitución costarricense, ciertamente permite un margen de acción a los poderes constituidos, para regular y matizar el sistema económico, y en esa medida puede hablarse de un “margen de apreciación legislativa”, y -más restringidamente- de apreciación o escogencia administrativa o judicial, en el área de la acción pública y social. Pero esa flexibilidad existe en el marco de ciertos parámetros (principios y derechos constitucionales), dado que las autoridades públicas no pueden saltarse los límites que la Constitución establece, ni aspirar a construir valores que la Constitución veda, ni modificar los principios en los que ella se funda, ni traspasar o violentar los derechos que ella garantiza.

Ese sistema del que parte nuestra Constitución, podemos calificarlo con la Sala Constitucional de "orden económico de libertad" o, si ustedes quieren, de "economía social de mercado". De "mercado" por el carácter preponderante que éste tiene en la conformación de los precios y por la vinculación histórica, teleológica y práctica de sus mecanismos con los derechos constitucionales de propiedad privada, de libertad general, de libertad de empresa y de trabajo y de libertad de contratación y con la propia constitución material en la que el texto constitucional se inserta y opera. "Social", por las obligaciones sociales impuestas por la propia Constitución.

Se puede estar o no de acuerdo con el sistema escogido o presupuesto (por su carácter de mercado, o por su carácter social), pero ello va más allá de lo normativo (lege data), para ubicarse en lo meta jurídico o en el plano de los deseos (lege ferenda), sin perjuicio de que ellos tengan, de facto y aun de iure, influencia en el sistema normativo vigente. Pero eso es harina de otro costal.

Ese sistema -constitucional económico-, derivado del conjunto de normas y principios constitucionales, impone a su vez unos criterios de interpretación para cada norma y principio constitucional que la ley fundamental recoge. Impone, entre otras cosas, tratar de alcanzar los objetivos constitucionales de manera coherente; compatibilizar las normas y los principios constitucionales aparentemente contrapuestos; reconocer la primacía de esas normas, principios y valores constitucionales por sobre los actos de desarrollo y de aplicación; y, en particular, interpretar restrictivamente las limitaciones, imponiéndoles, en consecuencia, la carga de la prueba de la idoneidad a ellas y no a los derechos y libertades que la Constitución reconoce. Ya veremos la importancia práctica de éstos conceptos. Baste, por ahora, señalarlos.

Nuestro régimen constitucional establece, por una parte (componente económico), un sistema de libertad para los ciudadanos que, entre otras cosas, supone la libertad personal (art. 28), la libertad de trabajo (art. 56), la libertad de empresa y de comercio (art. 46), la libertad de contratación (arts. 28, 46), la propiedad privada (art. 45), la igualdad ante la ley (art. 33), la exigencia del equilibrio presupuestario (176), la obligación de estimular la producción (art. 50). Por otra parte, nuestra Constitución establece unos principios y objetivos constitucionales que imponen acciones del Estado en favor de ciertos objetivos sociales (componente social) como la extensión de la educación (arts. 77 a 88), la seguridad social (art. 73), el medio ambiente (art. 50), la protección de la familia (art. 51), de la niñez y de la vejez (art. 51), de los trabajadores (arts. 56 a 54), así como el más adecuado reparto de la riqueza (art. 50).

Obviamente, la jurisprudencia constitucional como hemos visto y como veremos, no siempre se apega a ese equilibrio de valores constitucionales y parece elegir la intervención estatal por sobre las libertades de orden económico, como veremos a propósito del artículo 50 de la Constitución.

Desde el punto de vista de nuestra Constitución se parte del reconocimiento del

i) Principio general de libertad (artículo 28), en virtud del cual para el ciudadano, todo lo que no está prohibido está permitido. "Las acciones privadas que no dañan a la moral, al orden público o a los derechos de los demás están fuera de la acción de la ley".

Principio y derecho que, como en la disposición sobre la libertad de empresa, ni siquiera por ley puede limitarse (al menos cuando no se afecten esos valores más gravemente que lo que la medida reguladora puede afectar a la propia libertad que se viene a regular -principio de proporcionalidad-).

Conforme con lo anterior, la regla constitucional es la libertad , por lo que su regulación o limitación debiera ser más bien excepcional (por tanto, a texto expreso y de interpretación restrictiva), lo que, por supuesto, debería tener alcances insoslayables en el campo económico (en la iniciativa, en el desarrollo y en la regulación de la actividad económica).

De esa manera, el ciudadano no debería necesitar pedir permiso para realizar una determinada acción, y las restricciones que en aras del bien común pudieran establecerse a esa libertad, lo serían en función de los derechos de los demás, de la moral o del orden público o de otros derechos constitucionales de igual rango y magnitud. Las restricciones legítimas en lo general, deberían serlo también en lo particular.

El principio significa, asimismo, que la libertad se presume y que el particular puede hacer todo lo que no está legítimamente prohibido o restringido (y únicamente en la medida en que lo está), por el ordenamiento jurídico, según la escala jerárquica y competencial de sus fuentes.

En cambio, para la Administración Pública rige el principio de legalidad (artículo 11), es decir, la Administración y sus funcionarios solo pueden querer lo que la Constitución y las leyes quieren que quieran. Su acción debe, por tanto, estar fundada en una norma (habilitación legal previa), y a la finalidad de esa norma está ligada su acción. Mientras los particulares están vinculados negativamente al bloque de legalidad (negative bindung), la Administración y sus funcionarios, lo están positivamente (positive bindung).

En ausencia de norma legal (principio de reserva de ley) que lo prohíba, los particulares deberían poder desarrollar su acción (invertir, contratar, ejecutar, expresar, movilizarse) y la prohibición que se establezca, sólo será válida en la medida en que -tratándose de acciones privadas, como las empresariales en general- logre la protección de la moral y el orden público y los derechos de los demás, cuando estos valores puedan verse afectados por su acción, en mayor proporción.

ii) Libertad de trabajo (artículo 56 in fine) y de empresa (artículo 46). En virtud de estos derechos, los ciudadanos pueden escoger y ejercitar libremente su acción privada. Las acciones públicas que supongan imperio o potestades exorbitantes del derecho común, en cambio, dependen lógicamente de autorización o concesión especial, como en el caso del ejercicio de funciones públicas -el notariado- o de prerrogativas especiales -concesión de servicios o de obras públicas-. En general, sin embargo, el ser humano debe poder decidir libremente en qué campos trabajar y para quién, dónde emprender y bajo qué condiciones, sin tener que pedir permiso o autorización dentro del respeto del ordenamiento jurídico, salvo en el caso en que la Ley -y no cualquier norma, por supuesto- restrinja esa actividad por los motivos arriba indicados -moral u orden públicos, derechos de los demás-.

A su vez, la libertad de industria, agricultura y comercio, como ha reiterado la jurisprudencia constitucional, supone la libertad de contratación, es decir, la autonomía de la voluntad y el derecho de contratar o comerciar libremente y de emprender en cualquier área que no haya sido monopolizada lícitamente por el Estado. La monopolización para ser lícita, debe fundarse en la finalidad constitucional de proteger el orden público, o los derechos de los demás, debe respetar el contenido esencial del derecho constitucional que está limitando. La limitación debe ser a texto expreso y requiere, además, una decisión aprobada por mayoría calificada (dos tercios) de la Asamblea Legislativa.

De manera que en el texto constitucional, la libertad de empresa es la regla (de interpretación extensiva), y la limitación o el monopolio legal la excepción (de interpretación restrictiva). Por tanto, la limitación o restricción sólo pueden extenderse a lo que expresamente establezca la ley y siempre y cuando no implique, de hecho o de derecho, la desnaturalización, el vaciamiento práctico o la onerosidad del ejercicio de la libertad de empresa en general y en cada campo en particular. En caso de duda o de conflicto normativo, debe entonces interpretarse a favor de la libertad y en contra de la restricción (el in dubio pro libertate, a que hace referencia constante la jurisprudencia de la Sala Constitucional, pero que en materia económica y de propiedad privada parece ceder ante el in dubio pro natura y el in dubio pro stato, como veremos).

iii)Derecho de propiedad (artículo 45). En virtud de este derecho, el régimen de propiedad privada es inviolable. Se permite la privación singular del derecho de propiedad (expropiación), para lo que se exige indemnización previa y plena. Se permite, asimismo, establecer limitaciones de interés social -limitaciones no expropiatorias-, a la propiedad, por mayoría calificada de los miembros de la Asamblea Legislativa, siempre y cuando ellas sean idóneas para alcanzar los objetivos, sean razonables constitucionalmente, proporcionadas a su objeto y no afecten en su esencia el derecho que se limita. Pero si la limitación o regulación del derecho de propiedad es de tal magnitud que se afecta la misma en su contenido esencial (el ius utendi, disponendi, fruendi, etc.), se puede hablar de una expropiación de hecho o de “limitaciones expropiatorias”. De nuevo, la regla constitucional es la propiedad privada y la excepción su privación o limitación.

iv)A la par de estos principios y textos en favor del “orden económico de libertad” o régimen de economía de mercado, nuestra Constitución establece unos principios y derechos de orden social y económico que deben compatibilizarse entre sí e interpretarse armónicamente con el resto del articulado. La Constitución establece, por ejemplo, la obligación del Estado de promover y organizar la producción y el más adecuado reparto de la riqueza (art. 50) y la protección del medio ambiente (artículo 50, párrafos 2 y 3). Se reconoce el derecho al trabajo en general (art. 56), al salario mínimo, al descanso, a las vacaciones, a la limitación de la jornada laboral, a la libertad sindical y al derecho de huelga (artículos 57 a 62); a la protección contra el desempleo (arts. 56, 63 y 72). Se le exige al Estado la participación en la educación (básica, diversificada y universitaria - artículos 77 a 88), en la salud y en los seguros sociales (art.73), en la cultura (art.89), en la protección del medio ambiente (art. 50), la familia (arts. 51 a 55), los niños y los ancianos (arts. 51 y 73). Se exige, asimismo, la promoción de cooperativas y de viviendas populares (arts. 64 y 65) y la promoción de la educación privada (artículos 79 y 80), entre otras cosas.

Los otros temas relevantes, constitucional y económicamente, son los relativos a la Hacienda Pública (equilibrio presupuestario, reserva de ley en materia de impuestos, no confiscación, ingresos y gastos del Estado y de sus instituciones), a la monetaria (papel y autonomía del Banco Central, etc.), a la contratación administrativa y a los controles presupuestarios y lo relativo a las instituciones públicas descentralizadas (autónomas y municipales), su creación, sus funciones y su autonomía.

A partir de este conjunto normativo queda claro que la regla -en el sentido jurídico del término- debe ser el régimen de libre empresa, de libertad y de propiedad privada, lo mismo que el componente social. La excepción, su limitación. Ello es visible en el marco constitucional, cuando se exige:

- prohibición de limitar legalmente la libertad de empresa (art. 46 en relación con el 28);
- prohibición de limitar legalmente las acciones privadas -y por ende, las empresariales- que no dañen a la moral pública, al orden público o a los demás, acciones que están "fuera de la acción de la ley" (art. 28);
- mayoría calificada para limitar la propiedad privada (art. 45), no para vaciarla, desnaturalizarla o afectarla intensamente (en su contenido esencial);
- mayoría calificada para establecer un monopolio público (art. 46);
- mayoría calificada para establecer una institución pública (art. 189).

A la par de ello, queda claro también que:

- el Estado debe tutelar a los trabajadores, a los consumidores y a otros grupos sociales y regular -dentro del respeto de la autonomía de la voluntad de los particulares- el régimen de operación de las empresas privadas;
- el Estado debe realizar acciones en pro del desarrollo social (garantías sociales);
- en cambio, su actuación empresarial -del Estado-, la distorsión o regulación de precios y la que no desarrolle abiertamente disposiciones constitucionales, es claramente excepcional en el marco de la Constitución.

A este propósito, el problema constitucional se plantea, sobre todo, en relación con la comprensión y alcance del artículo 50 de la Constitución y, en menor medida, de los artículos 74 y 121, inciso 14 de la Constitución; frente a los derechos de libertad y propiedad privada. Y esto es así, porque, en algunos casos (cada vez más frecuentes), la Sala Constitucional afirma que la monopolización de actividades a favor del Estado, que la restricción de actividades privadas o que la intervención del Estado es siempre posible con fundamento en esos artículos (y principalmente el 50).

En otros casos, la jurisprudencia constitucional busca o asume el equilibrio entre valores, principios y derechos constitucionales en juego, que es lo que corresponde, pero eso es lo que menos ocurre en nuestra jurisprudencia constitucional, al menos respecto del artículo 46 de la Constitución, dado que la propiedad sigue gozando, bien que limitadamente, de un mayor nivel de protección constitucional.

No obstante lo anterior, la regla general en la Constitución (al menos en su texto, que no tanto en la jurisprudencia constitucional, como veremos), es la operación privada que no requiere autorización legal en virtud del principio de libertad, salvo cuando una norma constitucional restrinja la operación de determinadas actividades o servicios o de que lo haga la Ley -y sólo ella- para alcanzar razonablemente objetivos de orden constitucional. Es el caso, por ejemplo, de los bienes descritos en el artículo 121 inciso 14 (energía hidráulica, yacimientos de carbón, espectro electromagnético, fuentes y depósitos de petróleo e hidrocarburos, ferrocarriles, puertos y aeropuertos nacionales), para el primer caso; o del desarrollo de regulaciones sanitarias, ambientales o de seguridad para proteger a los demás, en los otros casos.

Más allá de esas restricciones -a texto expreso-, y fuera de los límites impuestos por la propia naturaleza de cada derecho o libertad y de la regulación del legislador -ésta última, dentro del respeto al procedimiento constitucional y al contenido esencial del derecho a regular y supuesta su razonabilidad-, la regla general es la libertad de acción. El legislador evidentemente puede y debe regular las acciones privadas, pero únicamente para desarrollar principios o normas constitucionales (v.g., garantías sociales, protección del ambiente) o para proteger derechos de terceros, la moral o el orden públicos (ver artículo 28) y siempre que, al hacerlo, cumpla o respete:

1) los procedimientos establecidos constitucionalmente (por ejemplo, exigencia de mayorías calificadas o mediante Ley formal en los demás casos),

2) el contenido esencial del derecho constitucional que va regular o limitar, y

3) el “debido proceso sustantivo” o razonabilidad en general (lo que incluye la razonabilidad –estricto sensu-, la racionalidad y la proporcionalidad de la norma regulatoria de desarrollo).

Uno solo de esos principios que falte y la regulación deja de tener sustento constitucional.

Que en el caso de la Administración Pública o de la jurisdicción ordinaria, además, se cumplan y se respeten los principios de libertad (todo lo que no está prohibido para los particulares, les está permitido), de reserva de ley y de legalidad (la Administración solo puede querer y actuar lo que la Ley quiere que quiera y actúe) y el derecho a la igualdad y a la no discriminación.

Es decir, puede que la limitación cumpla los procedimientos establecidos, pero que no respete el contenido esencial del derecho que se va a regular. Puede que la limitación respete ambos requisitos (ser aprobada por el procedimiento previsto –v.g. dos tercios de los Diputados-, y no afecte el derecho regulado o limitado en su contenido esencial), pero que sea irrazonable, porque no es idónea para alcanzar el objetivo constitucional o legal que se persigue. Puede que la limitación respete el procedimiento y el contenido esencial, pero que sea irrazonable, porque no es necesaria para alcanzar el objetivo que se persigue. Puede que la limitación respete el procedimiento, el contenido esencial, sea razonable y necesaria, pero que sea desproporcionada, en relación con el objetivo constitucional que se dice perseguir.

Aunque estos principios interpretativos han sido aceptados por la Sala Constitucional, en la práctica jurisprudencial no los aplica, al menos para la mayoría de los casos de derechos y libertades económicas.

Asimismo, dado que la actividad privada es la regla, y las limitaciones son la excepción; éstas –las limitaciones de interés social, la creación de monopolios a favor del Estado, la creación de instituciones autónomas, etc.- son materia reservada a la Ley y requieren Ley aprobada por la mayoría constitucionalmente requerida (normalmente de dos tercios de la Asamblea Legislativa, al menos para imponer limitaciones de interés social sobre la propiedad, para crear nuevos monopolios a favor del Estado o para afectar la intimidad) y, en cambio, el rompimiento de monopolios o la privatización, por ejemplo, desde esa perspectiva constitucional, requerirían mayoría simple, porque significan la recuperación de las reglas constitucional que fueron alteradas por la aplicación de las excepciones constitucionalmente permisibles. La Sala Constitucional, sin embargo, no parece guiarse siempre por estos principios, como veremos a propósito de los artículos 50 y 121, inciso 14 de la Constitución.

lunes, 10 de agosto de 2009

La Sentencia sobre el Debido Proceso (#1739-92)

(Comentario para libro sobre 20 Aniversario de la Sala Constitucional)

Rodolfo E. Piza Rocafort


En estos 20 años de Justicia Constitucional, de las cerca de 180.000 resoluciones de la Sala Constitucional, probablemente más de la mitad abordan, directa o indirectamente, el derecho al debido proceso en sus diversas modalidades y manifestaciones: el derecho a la tutela judicial, el debido proceso sustantivo, el proceso en general, el proceso penal, el contencioso administrativo, el laboral, el civil, el procedimiento administrativo, el legislativo e incluso el debido proceso en las relaciones entre particulares. De todas ellas, sin embargo, solo a una resolución se le conoce como la Sentencia del Debido Proceso: la #1739-92, del primero de julio de 1992.

Multitud de resoluciones judiciales, administrativas, municipales, de la Contraloría General de la República, de la Defensoría de los Habitantes y hasta del mismo Tribunal Supremo de Elecciones (ver, por ejemplo, la #2426-E-2004), han citado esa Sentencia, como fundamento de sus resoluciones en el ámbito de sus competencias. Incluso varios proyectos legislativos la han citado como sustento de propuestas de reforma legal. Su lectura traspasa las fronteras en los países de la América Latina. Más de 10 años después de dictada, el Colegio de Abogados de Costa Rica la transcribe en su revista Foro, porque “constituye una valiosa pieza jurídica que mantiene su vigencia con el transcurso del tiempo” y como justo homenaje a su redactor: Rodolfo E. Piza Escalante. Daniel González, entonces Magistrado de Casación Penal, construyó su trabajo sobre “Justicia Constitucional y Debido Proceso”, a partir de esa sentencia, asumiendo el conocimiento de la misma por sus lectores. Rubén Hernández Valle, en un trabajo sobre “La Garantía del Debido Proceso en la Jurisprudencia de los Tribunales Constitucionales de América Latina”, publicado recientemente por el Centro de Ricerca sui Sistemi Costituzionali (www.crdc.unige.it), llega incluso a afirmar que se trata de la “más importante sentencia hasta el momento.” ¡Algo debe tener el agua para que la bendigan!

No se trata, obviamente, de la primera sentencia del debido proceso en Costa Rica, ni mucho menos en el derecho comparado. Tampoco detalla los contenidos y las consecuencias del debido proceso. Su valor está en lograr resumirlos, articularlos, dimensionarlos y darles un carácter unitario. Pero algo más: su redacción delimita e integra, como nunca antes, los principios y corolarios del debido proceso. ¡Nada más y nada menos!

¿Se le puede pedir más a una Sentencia? El Código de Justiniano, las Partidas de Alfonso Décimo el Sabio, las Recopilaciones de las Leyes de Indias, el Código Civil de Napoleón, y hasta las mismas Constituciones modernas, tuvieron el mismo propósito y de ahí deviene su grandeza y hasta su supervivencia: resumir, articular, dimensionar, redefinir, lo que está disperso, inconcluso, vago o desarticulado. Reunir en un documento sencillo e inteligible los principios del debido proceso y a fuer que no hay en el derecho comparado contemporáneo, una sentencia que ilustre mejor ese objetivo.

Si aquellas fueron obras de jurisconsultos, estadistas o legisladores; la sentencia del debido proceso, fue obra de jueces a partir de la propuesta y redacción de uno de sus Magistrados fundadores: Rodolfo E. Piza Escalante. Bien es verdad que el sentido práctico de las sentencias y de los jueces, no es sentar ni reunir principios jurídicos, sino interpretar y aplicar el derecho a los casos concretos (sentencias), para que, a partir de esas interpretaciones y aplicaciones concretas, los juristas decantemos la jurisprudencia, esto es, los principios que sustentan y subyacen a esas soluciones judiciales. Por ello, no se les pide a los jueces que construyan Derecho, sino que lo interpreten, integren y apliquen a las controversias jurídicas que se les presentan.

Lo que ocurre es que eso, que es lo normal en tratándose de jueces del orden común, no lo es necesariamente en la justicia constitucional o internacional. O al menos no, cuando lo que se pretende es confrontar normas jurídicas (acciones de constitucionalidad, por ejemplo) y, especialmente, cuando corresponde a sus miembros responder consultas jurídicas (en nuestro medio, legislativas o judiciales). En tales casos, no se pide a los Jueces (de la Sala Constitucional o de una Corte Internacional, por ejemplo) resolver casos concretos, sino al contrario, dictar los principios y criterios que deben presidir la solución de esos casos por los jueces competentes. Por eso, la Sala Constitucional de Costa Rica cuando resuelve una Consulta tiene por función principal dictar jurisprudencia, esto es, explicitar los principios y criterios que permiten interpretar y aplicar las normas jurídicas –lato sensu- en los procesos concretos. Decantar, ella misma, la doctrina jurídica. En este sentido, cumple una función parecida a la que cumple la Corte Interamericana de Derechos Humanos, cuando dicta una Opinión Consultiva: tiene como competencia natural explicitar ella misma la jurisprudencia, todo ello sin perjuicio de su competencia para resolver controversias jurídicas y aplicar el derecho a los casos concretos, que es lo que pasa cuando la Sala Constitucional resuelve un Amparo o un Habeas Corpus, o cuando la Corte Interamericana resuelve peticiones concretas de personas, en el ámbito de su competencia contenciosa (una vez abierta la puerta del tribunal internacional por la Comisión Interamericana).

En el caso de la Sentencia #1739-92, la construcción jurisprudencial nace a propósito de un caso sin mayor importancia aparente: una consulta preceptiva de la Sala Tercera de Casación, con ocasión de un recurso de revisión por violación al debido proceso en un caso relativamente sencillo y delimitado, el de Mario Enrique Arias Arguedas contra la sentencia del Juez Tercero Penal de San José de las 8:00 horas del 8 de mayo de 1964, que le impuso la pena de un año de prisión, con condena de ejecución condicional, por el delito de estafa en perjuicio de una empresa para la que trabajaba. Es decir, un delito menor, donde ni siquiera se aplicó la prisión del condenado.

Bien se dice que los grandes casos hacen mala jurisprudencia y que son los pequeños, los que permiten a sus jueces liberar sus energías jurídicas y establecer los principios que nos rigen. En los grandes casos, lamentablemente, la presión de la sociedad, de los medios y el impacto previsible de las sentencias, pueden obnubilar el criterio jurídico de los jueces y acomodar la resolución a lo que se cree, justa o injustamente, que la sociedad espera de ellos.

La sentencia que comento, tiene la particularidad, además, que quien la redactó no fue un penalista ni un procesalista penal, sino un iuspublicista y procesalista con experiencia política e internacional. Esa particularidad, de estar bien dotado en el conocimiento del Derecho sustantivo y procesal, interno e internacional, pero de no ser especialista en el campo en que va a desarrollar su creación (el penal), explica quizás la lozanía y hasta el carácter principista de sus detalles procesales. La distancia aparente del objeto de la sentencia (el proceso penal), unida a una perspectiva más amplia y genérica de los derechos humanos, le permite a su autor descubrir y recordar lo esencial del tema que va a abordar, sin perderse en los detalles (que otros jueces y, sobre todo, los penalistas conocen mejor). Le permite, en pocas palabras, ver el bosque y no únicamente los árboles que lo componen. La condición, obviamente, es no concentrarse en cada árbol (cada principio del debido proceso penal, por ejemplo), ni pretender su descripción exhaustiva, sino, al contrario, definir lo esencial de esos árboles y dibujar un retrato del bosque (del debido proceso), suficientemente claro para que descubramos sus características principales, pero no tanto como para perdernos en sus detalles.

Por si fuera poco, su autor inmediato tenía la condición de jurista y el don de la palabra. En los casos más complejos, descubría rápidamente lo esencial y planteaba una solución que articulaba fácilmente en palabras comprensibles y en frases sintetizadoras, aunque no exentas de polémica. Era su vocación, simplificar y ordenar el caos aparente del Derecho. Lo hizo, magistralmente, por ejemplo, cuando redactó los principios del derecho de los derechos humanos (inéditos, por cierto), lo hizo en las sentencias sobre libertad de enseñanza, ley de la moneda, libertad de expresión, derecho a la vida, derechos de los indígenas, igualdad por naturalización en la Corte Interamericana, responsabilidad del Estado, valor de la prueba; pero sobre todo en esta sentencia que tengo el privilegio de comentar.

El debido proceso, requería una visión comprensiva y la sentencia acertó a lograrlo magistralmente. Como bien sabemos, el debido proceso está recogido en nuestra Constitución de manera dispersa, pero forman parte del mismo los artículos 28 (principios de libertad y de reserva de ley), 34 (principio de irretroactividad y respeto a los derechos adquiridos), 35 (derecho al juez natural), 36 (derecho de abstenerse de declarar), 37 (libertad personal, legalidad penal y justiciabilidad de las detenciones), 39 (derecho de defensa, inocencia, legalidad penal, justiciabilidad), 41 (justicia pronta y cumplida, responsabilidad por daños y principio de reserva de ley), 42 (non bis in idem), 43 (derecho al arbitraje para asuntos patrimoniales), 48 (recursos de habeas corpus y amparo), 49 (derecho a la jurisdicción contencioso administrativa, protección de intereses legítimos e interdicción de la desviación de poder) y 153 (justiciabilidad plena). Además, son fundamentales los artículos 9 (separación de poderes), 11 (principio de legalidad y eficiencia de la Administración), 33 (igualdad y respeto a la dignidad humana), 27 (derecho de petición), 30 (acceso a los departamentos administrativos), 44 (incomunicación y detención), 154 a 156 (jueces naturales, sometimiento a la ley y a la Constitución, legalidad procesal).

Ese reconocimiento constitucional se complementa con las normas internacionales de derechos humanos aplicables, la jurisprudencia de la Sala Constitucional y las disposiciones legales procesales, sobre procedimientos y sobre organización y actuación judiciales.

El derecho a la tutela judicial o a la justiciabilidad plena de todos los actos sujetos al Derecho, forma parte o está ligado directamente al debido proceso. Se trata, en realidad, de que todos tengan en condiciones de igualdad (procesal y real), acceso a los tribunales de justicia, a que estos sean independientes e imparciales, que respeten los procesos legales y las garantías previstas para los justiciables, que resuelvan todas las controversias jurídicas (personales, patrimoniales, sociales o de otra naturaleza) de acuerdo con el Derecho y en un plazo razonable (justicia pronta, cumplida y sin denegación) y que esas resoluciones sean aplicables y ejecutables plenamente con la participación de los propios tribunales, el auxilio de las autoridades administrativas y la tutela del sistema de justicia. Es decir, tutela judicial: a) en el Acceso, b) en el Proceso, c) a la Sentencia justa y sustentada jurídicamente, d) a la Ejecución plena de lo dispuesto.
Estos derechos y principios deben guiar todos los procesos y procedimientos de solución de controversias y de interpretación y aplicación del Derecho. Obviamente los judiciales: agrario, civil, comercial, contencioso administrativo, constitucional, laboral, penal, especiales, etc. Pero también, en los procedimientos administrativos y legislativos de sanción y aplicación del derecho, y hasta en las relaciones entre particulares.

El principio del debido proceso (judicial), fue definido ampliamente en la Sentencia #1739-92, sobre todo en el campo penal, resolución que, a su vez, recogió y compendió muchos de los principios del debido proceso previamente reconocidos por la Sala Constitucional y la Corte Plena precedente. Baste señalar aquí, los principios o las reglas derivadas de ese principio, en la sentencia que comentamos. Del debido proceso se derivan el principio de razonabilidad (debido proceso sustantivo), el derecho general a la legalidad, el derecho general a la justicia, a la justiciabilidad de todas las actuaciones sometidas al derecho (la “jurisdicción judicial es exclusiva y universal”), el acceso universal a la justicia, el derecho a una sentencia justa, el nullum crimen, nulla poena sine previa lege, el principio de inocencia, la presunción y “estado de inocencia”, el in dubio pro reo, el derecho al juez natural, los derechos de audiencia (y de intimidación e imputación), el derecho de defensa, el derecho al procedimiento y a la legalidad formal y material de las pruebas (legitimidad, amplitud, inmediación, comunidad y valoración razonable de las pruebas), el de publicidad del proceso, el de sentencia justa (pro sententia, y derecho a la congruencia de la misma), el de legalidad penal, el de tipicidad, el de recurribilidad de las sentencias o resoluciones interlocutorias, precuatorias, condenatorias o sancionadoras; el de la eficacia formal y material de las sentencias, el derecho a no ser juzgado dos veces por el mismo acto (non bis in idem), a tener abogado, etc.

La Sentencia obviamente se concentra en el proceso penal, pero advierte preliminarmente que “el concepto del debido proceso…, se ha desarrollado en los tres grandes sentidos descritos: a) el del debido proceso legal, adjetivo o formal, entendido como reserva de ley y conformidad con ella en la materia procesal; b) el del debido proceso constitucional o debido proceso a secas, como procedimiento judicial justo, todavía adjetivo o formal procesal-; y c) el del debido proceso sustantivo o principio de razonabilidad, entendido como la concordancia de todas las leyes y normas de cualquier categoría o contenido y de los actos de autoridades públicas con las normas, principios y valores del Derecho de la Constitución.”
Por eso, las aplicaciones del principio, no se reducen al ámbito penal, como recuerda la misma sentencia, puesto que “el debido proceso genera exigencias fundamentales respecto de todo proceso o procedimiento, especialmente en tratándose de los de condena, de los sancionadores en general, y aun de aquellos que desembocan en una denegación, restricción o supresión de derechos o libertades de personas privadas, o aún de las públicas en cuanto que terceros frente a la que actúa.” Por eso también, según la Sala Constitucional, sus principios cubren el proceso civil (ver, por ejemplo, sentencias #1018-97, #2990-94), el contencioso administrativo, el laboral, el derecho de familia, el agrario, y el mismo procedimiento administrativo, e incluso a las relaciones entre particulares.

Como he dicho en otro lugar, sin perjuicio del papel insustituible del legislador en una Democracia, el Derecho verdadero y sostenible es el que el evoluciona y se construye, más que a golpe de leyes, a golpe de sentencias. De sentencias que descubren los principios jurídicos y que asumen, matizan o inflexionan las costumbres que nacen del seno social y que se plantean como conflictos humanos ante los tribunales, para que ellos los resuelvan. Allí, en la jurisprudencia, en la doctrina que se decanta de las resoluciones judiciales, vive el Derecho. Por eso, el actor principal del mismo, no es el legislador como imaginaron ilusamente algunos revolucionarios franceses, sino el Juez. Esto es, el conjunto de seres humanos que tienen en sus manos la tarea de interpretar y aplicar la Ley y el Derecho a los problemas humanos y sociales (concretos o abstractos), que se plantean ante ellos. En verdad, son los jueces los que hacen Derecho al interpretarlo y aplicarlo, pues antes de ello y al margen de ellos, la Ley no es más que una expresión de la voluntad de los legisladores, lo que no es poca cosa, por cierto. Son los jueces los que convierten la Ley en algo más inteligente que el legislador. Son ellos los que modulan, interpretan, integran, delimitan y articulan el Derecho, para aplicarlo a la realidad concreta de seres u organizaciones humanas. Por eso, el símbolo del Derecho es la balanza y no tanto la espada.

viernes, 7 de agosto de 2009

Monólogos de Adán de Prometeo Encadenado

Los invito a leer, un nuevo Blog, MONOLOGOS DE ADAN, que me ha enviado el gran Prometeo Encadenado. Se trata de un conjunto inacabado de ensayos, anécdotas y reflexiones sobre el papel de nosotros los hombres frente a las mujeres (nuestra razón de ser, nuestro gusto y nuestro tormento) ¿De qué trata? Pues de eso mismo, pero quién los escribe reconoce su condición de monólogos (no de diálogos) expresados a partir de una historia o de una anéctoda literaria, histórica, humana. Véamos algunos de tus títulos:

INTRODUCCION

FIDELIDAD Y ADULTERIO: EL DEBATE IMPERTINENTE

1. Ulises y Penélope: dos formas distintas de fidelidad
2. La cosa viene de antiguo: Zeus, Hera y adulterio
3. ¿Y los genes tienen algo que ver en esto? A propósito de la fidelidad de los hombres y de las mujeres
4. ¡Mater Semper Est!
5. Sexo = amor = fidelidad o ¿cuán lejos está el sexo del corazón?
6. Sex and the City o el adúltero incomprendido
7. Los Tiempos del Cólera, o el amor dividido de Florentino Ariza

LA IGUALDAD QUE NOS ESPERA

8. EI milenio de las mujeres y las bocanadas finales de un reinado milenario
9. La igualdad de género y el debate absurdo sobre las diferencias de coeficiencia intelectual
10. Las mujeres arriba, el test de la gabardina y algunas diferencias entre machos y féminas

LA VIDA EN PAREJA

11. Bovarismo, Anna Karenina, Thelma y Louise, y el síndrome de la Casa de Muñecas de Ibsen.
12. Lady Di o la mujer soporta casi cualquier cosa, menos que seamos aburridos.
13. El Enfermo Imaginario de Moliere o la vocación redentora de nuestras mujeres
14. El matrimonio, la Ley de Murphy o “un club cuyos criterios de admisión sean tan amplios, no vale la pena pertenecer a él”.
15. El Divorcio a la Italiana o la manera menos costosa de terminar un matrimonio agobiante
16. Ortega y Gasset, los arquetipos o “la mujer se casa con el artista porque es artista y luego se queja de la bohemia”
17. La caja de Pandora y el afán femenino de revisarnos los bolsillos (o la computadora y el celular).
18. ¿Qué es el amor: escoger a una mujer o renunciar a todas las demás? Las fantasías prohibidas y el adiós a la esposa china
19. La Donna e Mobile o “por fin encontré a una mujer que pensara y sintiera como yo... A ella también le gustan las mujeres”
20. El amor es eterno mientras dura…
21. “El hombre que corrompió a Hadleyburg” de Mark Twain y la mujer que nos corrompió a nosotros.
22. Detrás de cada gran hombre, hay una mujer…. ¡sorprendida!

SUFRIR ME TOCO A MI, EN ESTA VIDA

23. ¿Es tan corto el amor y tan largo el olvido? A propósito de poetas y consejos epicurianos.
24. La mujer de Potifar, Fedra, Disclosure y el hostigamiento sexual.
25. La Ínsula de Barataria o ¿ahora quién podrá defendernos?
26. Las desventuras del joven Werther, o ¿por qué los hombres vivimos menos y nos suicidamos más?
27. Jerry Lewis, Hyde, Jekyll y ¿por qué los hombres no acudimos al psicólogo?

LIGADORES, CELOSOS Y LAS IMPOSICIONES DE LA LIBIDO

28. Las verdades de Disraeli, los éxitos de Rhett Butler, Tristán y Charlie, o simplemente rebeldes, mujeriegos e impredecibles.
29. Otelo, “cada ladrón juzga por su opinión” o un “celoso es alguien que se imagina la mitad de lo que le pasa”
30. Pan, Hitchcock o el voyeur y “samueleador” contemporáneos.

LA EROTICA DEL PODER, LA VOCACION SEDUCTORA Y EL DULCE ENCANTO DE LA BILLETERA

• Ricardo III, Napoleón, y el tormentoso encanto del poder
• ¿Mejor temido que amado?, o ¿amado y temido a la vez?
• Casanova, Don Juan o la vocación seductora
• Mirabeau o la capacidad seductora
• El dulce encanto de la billetera, o por qué los hombre gastamos en autos y las mujeres en cosméticos.

GEOGRAFIA DE LA BELLEZA Y EL DULCE ENCANTO DE SER ADMIRADOS

• ¿Por qué nos gusta Marilyn Monroe?
• ¿Y dónde están las mujeres que nos gustan? Guía práctica para construir una geografía de la belleza.
• Lolita, Delgadina y Fonchito o ¿por qué la diferencia?
• El Elogio de la Madrastra, el afán de ligarse a las ajenas o “no desearás a la mujer de tu prójimo”.
• Shakespeare o cómo domar a las “fierecillas” sin morir en el intento
• La atracción femenina o ¿para quién se visten las mujeres?
• Los pecados capitales en clave de género

El Prólogo también ayuda a percibir su contenido.

Tentado estuve de llamarlos "diálogos", pero me temo que lo que hacemos los hombres y las mujeres son monólogos. Peor aún, cuando escuchamos entendemos cosas distintas. El hecho es que comunicarnos, lo que se dice comunicamos de verdad, muy poco. Y la cosa viene de lejos. Al parecer, ni siquiera Adán y Eva se comunicaban mucho. Tal vez, no lo necesitaban: el "Paraíso" lo tenía todo arreglado. Vamos, que el "todo incluido" del "Four Seasons" se le quedaba corto.

Pero nosotros, me refiero a ambos sexos, no tenemos opción: tenemos que entendernos. En nuestro caso, y ahora me refiero a nosotros, los hombres, somos herederos de Adán y Eva sigue siendo nuestra pasión y nuestro tormento.

Es verdad, sin embargo, que lo del diálogo sigue quedándose corto, por mucho que lo intentemos. O quizás, ni siquiera lo intentemos de verdad. Siendo ello así, conviene que me sincere y que los llame monólogos. Además, en mi caso, no tengo la otra versión y si la tuviera, no podría trasmitirla con fidelidad.

No pretendo justificarme, porque de antemano estoy destinado a ser condenado: todo lo que diga será usado en mi contra. ¡Si lo sabré yo! Sea que tengamos la razón o no, y no digo que la tengamos, a ellas siempre les parecerá que no la tenemos. Al fin y al cabo, me dirán, tienen derecho a su venganza, la que justifican en los miles de años que nosotros sostuvimos lo mismo. De acuerdo, pero, ¿tenemos que pagar nosotros, las culpas de nuestros antepasados? Tal parece que por allí andan los tiros.

El caso es que habremos de contentarnos con respirar, callarnos y someternos, si no queremos ser calificados de “misóginos” o ser quemados en la hoguera de la nueva inquisición. ¿Qué nos queda?: consolarnos con anécdotas que recuerden nuestra versión. Se lo digo a Juan, para que lo entienda Juana. ¡Menuda ingenuidad! Bueno, pero ese también es nuestro defecto. Que ¿por qué lo hacemos? Muy sencillo: porque a nosotros, tanto como a ellas, nos interesa que nos entiendan, aunque nunca lo logremos.

En verdad, mal que les pese a algunos "colectivos", los hombres no podemos vivir sin las mujeres. Y ellas, aunque pueden vivir sin nosotros, preferirían no hacerlo. Al menos, así nos lo creemos.

"Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco… No puedo vivir sin ella, pero con ella tampoco", responderán los rumberos citando el primer verso de Mecano en "Una rosa es una rosa". Me temo que algo de verdad tendrán, pero solo en parte. La otra, la iremos descubriendo en estos lo monólogos y en la vida. No digo más y abro el debate a la espera de una Eva que recoja el guante.