sábado, 22 de agosto de 2009

Constitución y Sistema Económico

La Constitución no es ni puede ser neutral

La Constitución, desde el momento en que lo es, no es ni puede ser neutral. Por la naturaleza de las instituciones políticas y de las disposiciones jurídicas –y no hay duda que la Constitución es ambas cosas a la vez–, todo sistema constitucional supone, escoge, expresa y protege un conjunto de valores, que excluyen, por ello, determinadas conductas y acciones de los sujetos a los que rige e inspira. Ese sustento y esa escogencia están en la base de todo sistema constitucional, y es en función de ellos que la Constitución se puede aplicar, interpretar e integrar, so pena de dejar de cumplir su razón de ser, histórica y teleológica.

En la certera expresión de García de Enterria, la Constitución

“no es la norma que define en un instrumento único o codificado la estructura política superior de un Estado, sino, precisamente, la que lo hace desde unos determinados supuestos y con un determinado contenido... La idea de la Constitución debe ser referida, para no volatilizarla en abstracciones descarnadas e inoperativas, a una corriente que viene de los siglos medievales, que se concreta a fines del siglo XVIII y en el XIX en el movimiento justamente llamado constitucional y que, tras la segunda guerra mundial y el trágico fracaso de los totalitarismos que en ella perecieron, ha vuelto a reanudar su mismo sentido específico... En la Constitución como instrumento jurídico ha de expresarse, precisamente, el principio de autodeterminación política comunitaria, que es presupuesto del carácter originario y no derivado de la Constitución, así como el principio de la limitación del poder... El principio limitativo del poder y de definición de zonas exentas o de libertad individual es, en efecto, un principio esencial del constitucionalismo...

Las concepciones políticas de derecha (de la reacción monárquica en Europa o caudillezca en la América Latina del siglo XIX) y de izquierda (F. Lasalle, Marx), y la posición de algunos teóricos constitucionales (Romano, Schmitt, v.g.), sin embargo, se desviaron de esa tradición y rechazaron la idea misma de la Constitución como instrumento jurídico de limitación del poder (la Constitución llegó entonces a ser apenas “una hoja de papel” que ocultaba las relaciones fácticas –económicas– de poder), o la volatilizaron de manera que perdiera su sentido original y quedara reducida al absurdo (el Estado es Constitución y, por tanto, no opera como límite jurídico a su ejercicio, sino apenas como expresión de una estructura de poder).

A partir de allí, la Constitución pareció dejar de ser criterio y límite de acción de los poderes públicos, y perdió su sentido histórico, teleológico y jurídico. Se olvidó la idea originaria de que:

“Toda sociedad en la cual no esté asegurada la garantía de los derechos ni determinada la separación de poderes no tiene Constitución” (Artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789).

La idea de tener una Constitución, sin embargo, no se perdió ni se podía perder del todo. La recuperación de la democracia, de la economía de mercado y de la libertad, exigió recuperar el sentido originario de la Constitución y, con él, la idea de que la Constitución, como instrumento político y jurídico, no es ni puede ser neutral.

La opción constitucional ciertamente no puede más que expresarse en términos generales. Al ser la cúspide de un sistema jurídico nacional, la Constitución expresa una generalidad y una apertura lingüística, que no tiene el resto del ordenamiento jurídico. Permite un amplio margen de apreciación y de acción a los poderes y a los ciudadanos que regula, de manera que asegura la libertad que les reconoce a los segundos y la autonomía o discrecionalidad que les otorga a los primeros. Pero, de nuevo, se trata de una discrecionalidad o autonomía, que no puede saltarse los límites que la Constitución asigna, ni aspirar a construir valores que la Constitución veda, ni modificar los principios en los que ella se funda, ni traspasar o violentar los derechos que ella garantiza. De esta manera, lo que tienen los poderes constituidos y el legislador en primer término, es un margen de apreciación y de acción dentro de los parámetros constitucionales. Pero ese margen discrecional de los poderes del Estado, fundado en la constatación de que las autoridades tienen la obligación de definir y ejecutar las prioridades, necesidades y contornos de una acción gubernamental; no obsta para el cumplimiento de las obligaciones constitucionales, ni mucho menos implica que los tribunales “constitucionales” abdiquen el poder de control que deben cumplir, ni su competencia para revisar y enmendar la interpretación y aplicación que de tales normas realicen las autoridades legislativas, ejecutivas y aun judiciales del Estado.

Encontrar el equilibrio entre la escogencia constitucional (los valores, principios y derechos constitucionales) y la escogencia de los poderes constituidos (las leyes, los decretos y las acciones gubernamentales) es la clave de bóveda del sistema constitucional, y es verdad que la frontera siempre es difícil de establecer. Pero de que la frontera existe no puede caber duda: de que la Constitución escoge y por tanto excluye determinadas decisiones y conductas, no cabe ninguna duda. Y que esa escogencia debe estar por encima de la escogencia de los legisladores, de los gobernantes de turno y de los propios jueces, es una afirmación de principio que está en la base de todo sistema constitucional. Si la escogencia de estos fuera libre, sin limitaciones, esa escogencia, en última instancia, estaría por encima de la escogencia constitucional y al estarlo, la Constitución dejaría de ser suprema.

Si es cierto que los términos constitucionales son, por generales, abiertos a distintos desarrollos, no es menos cierto que ellos tienen también la pretensión de imponer límites a la acción gubernamental y de los mismos ciudadanos, y por ello, suponen la exclusión de determinadas acciones y la prohibición de determinadas conductas. En materia económica ocurre lo mismo. Si es cierto que los términos constitucionales permiten la aplicación de políticas económicas variadas por parte de los poderes públicos, también lo es que no toda acción económica de esos poderes será permitida constitucionalmente.

Quizás por ello, en los países de tradición democrática y constitucional, la desvaloración de la Constitución no se dio, ni podía darse, de manera abierta; por lo que la desvalorización se concentró en las áreas más sensibles al poder político –las decisiones económicas y sociales–, por medio de la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución, o del doble estándar o escrutinio que afecta en su esencia la idea misma de la supremacía constitucional.

La Constitución no es neutral en el campo económico

Si la constitución no es ni puede ser neutral en general, no lo es ni lo puede ser en el campo económico. Por la propia naturaleza de las cosas, toda Constitución opta por un determinado sistema económico, al menos en sus líneas generales. Toda Constitución supone un grupo de principios y de límites que excluyen determinados modelos de desarrollo económico. Si reconoce la propiedad privada como derecho constitucional, por ejemplo, rechaza por lo pronto la existencia de un sistema donde la propiedad está, exclusiva o principalmente, en manos del Estado.

Si reconoce la libertad de empresa y de comercio como derecho constitucional, rechaza aquellos sistemas en que se niega al mercado, es decir al libre comercio, un papel vital en la fijación de precios, o en el que se impone una planificación económica centralizada. Si se establece la obligación constitucional de los poderes públicos de contribuir para alcanzar determinados valores sociales (garantías sociales), se excluye el mero abstencionismo del Estado.

Pero si es cierto que la Constitución no es ni puede ser neutral en el campo económico, también lo es que la definición del sistema económico por el que se opta, deja siempre un margen de apreciación y de acción a los poderes públicos para alcanzar y compatibilizar las metas constitucionales con el respeto de los derechos también constitucionales.

Como ha dicho Gaspar Ariño en España, aunque no hay “un modelo económico rígido que de forma inequívoca imponga soluciones uniformes al orden económico…, hay un amplísimo margen de alternativas para la configuración del modelo económico, pero hay un sistema económico que se deduce de la Constitución…”

Constitución y Sistema Económico

La Constitución no es una receta económica o social, ni un mero espectador de las decisiones de política económica o social (ni fórmulas anodinas, ni acabadas).

En materia económica, la Constitución -cualquiera que sea-, nos impide acudir a fórmulas acabadas o anodinas. Las primeras pretenden que la Constitución diseña cada una de las aristas de un régimen económico y social. Las anodinas, pretenden, sin más, declarar la neutralidad económica de la Constitución. A partir de la primera aproximación -la de las fórmulas acabadas- hay quienes pretenden negar un margen de acción a los poderes constituidos -en última instancia, a los electores-, para acudir a fórmulas disímiles y competitivas de decisión política y económica. A partir de la segunda aproximación -la anodina-, hay quienes pretenden sugerir que los poderes públicos pueden acoger ilimitadamente cualquier modelo económico y actuar conforme a éste. Ninguna de esas dos posiciones es válida constitucionalmente. Ni la Constitución es una receta económica y social, ni la Constitución es un mero espectador de las decisiones de política económica y social. Siempre habrá barreras infranqueables y siempre será necesario reconocer un margen mínimo de acción y de decisión a los poderes constituidos. La frontera viene diseñada, en primer lugar, por el propio texto constitucional, pero también por su contexto histórico y teleológico. Si el margen de apreciación es muy amplio, la garantía constitucional sirve de poco o de casi nada. Si el margen es muy estrecho, se dificultará toda escogencia o experimentación social.

Las dos posturas -la acabada y la anodina-, obedecen en todo caso a determinados valores ideológicos y económicos. Detrás de la idea de la neutralidad económica de la Constitución, por ejemplo, hay una posición nada neutral respecto del modelo económico que debe perseguir una sociedad determinada. Hay, pues, una filosofía económica que pretende sustituir el mecanismo de mercado y el equilibrio macroeconómico, por el poder discrecional del Estado para dirigir las variables económicas y, con ello también, restringir el ámbito de libertad individual de los ciudadanos (por lo menos, de los derechos de carácter económico que recogen todas las constituciones).

Sostener la neutralidad económica de la Constitución y acoger las consecuencias de una tal definición, supone inevitablemente otorgar a los poderes constituidos la posibilidad de restringir ilimitadamente los derechos constitucionales que tienen incidencia económica (la propiedad, la libertad de empresa, la libertad de trabajo, la libertad en general, la limitación de la jornada laboral, las mismas garantías sociales, y en última instancia casi todos los derechos constitucionales). Ello, claro está, no es posible en ningún sistema constitucional (al menos en cuanto lo siga siendo). Y no lo es, porque incluso allí donde se afirma la neutralidad económica, la Constitución no lo es ni lo ha sido nunca en verdad. Porque incluso allí donde se afirma la neutralidad económica de la Constitución, no se han acogido todas las consecuencias de una tal definición.

El hecho, sin embargo, es que la tesis de la neutralidad económica se predica y opera -aunque limitadamente- en perjuicio de la seguridad jurídica, de los derechos de carácter económico y, con ello, de la vigencia de todos los derechos constitucionales y del mismo sistema constitucional, como tendremos ocasión de ver.

La tesis del “doble estándar” en los Estados Unidos y de la “neutralidad económica” en Alemania y en Europa

La tesis de la neutralidad económica de la Constitución aparece primero en los Estados Unidos (aunque no se llega a utilizar la expresión), fundamentalmente como contrapartida al activismo económico de la Corte Suprema de Justicia durante el periodo que va de finales del siglo XIX a mediados de los años 30 del siglo XX y que se conoce como era del “substantive due process” o “era Lochner” (por referencia al caso Lochner vs. New York de 1905, por la que se anuló la fijación legal de la jornada de trabajo de panaderos en New York). Si en el primer período (del caso Marbury vs. Madison de 1803 a los años 90 del siglo XIX), la Corte Suprema aplicó –bien que limitadamente- los derechos constitucionales para restringir acciones federales o estatales en el campo económico, en el período posterior (era Lochner), fue especialmente proclive a proteger las libertades económicas en contra de regulaciones estatales y federales, especialmente en el campo laboral y del comercio, lo que llevó a un enfrentamiento muy fuerte con el Gobierno, sobre todo de F. D. Roosevelt y su política de “New Deal”, quien incluso llamó a los parlamentarios de su país a “salvar la Constitución de las garras del Tribunal”. A partir de los años 1934 y 1937, la Corte cede a la presión del Gobierno y modifica su jurisprudencia, siendo a partir de entonces especialmente deferente frente a las regulaciones económicas y renunciando al “substantive due process” en materia económica.

En el caso NEBBIA vs. NEW YORK (#291 U.S. 502, de 1934) la Corte Suprema afirmó:

“En lo que se refiere al requisito del debido proceso, y en defecto de otra restricción constitucional, un Estado es libre de adoptar la política económica que considere razonable a favor del bienestar público, y de hacer cumplir esa política por la legislación adaptada a esa finalidad. Los tribunales no tienen autoridad para declarar dicha política o, cuando ha sido adoptada por el brazo legislativo, para anularla…”

Esa decisión es confirmada en el caso WEST COAST HOTEL vs. PARRISH (#300 U.S. 397, de 1937), al resolver la Corte Suprema que la libertad de contratar no es ilimitada y que las consideraciones legislativas del bienestar público (en el caso estableciendo el salario mínimo para las mujeres), justifican las restricciones a esa libertad. A partir de entonces, el substantive due process no vuelve a ser utilizado en el campo de las regulaciones económicas gubernamentales.

A finales de los 60, la Corte Suprema recupera el “debido proceso sustantivo”, pero para enfrentar la legislación en otros campos (especialmente en materia de familia y aborto, cuyo caso paradigmático es el de ROE vs. WADE del año 1973). El hecho es que a partir de entonces (de 1934-37), la Corte Suprema tiende a ser neutral en el campo económico y a aplicar un “doble estándar”, en el sentido de que es mucho más estricta al analizar las regulaciones de las demás libertades, a las que cataloga de prioritarias (particularmente las derivadas de la 1ª Enmienda), y mucho más laxo o deferente frente a las regulaciones y limitaciones a las libertades económicas y a la propiedad privada, instalándose lo que algunos autores han llamado, la tesis del “double standar”. En los últimos 20 años (a partir de los años 80s.), sin embargo, se nota alguna recuperación de la protección a las libertades económicas y particularmente del derecho de propiedad, pero no puede afirmarse que se ha renunciado a la política del “doble estándar”, aunque tampoco puede afirmarse la prevalencia simple de la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución en los Estados Unidos.

El tema en Alemania, nace en torno al debate sobre la “Economía Social de Mercado” que impulsaron los gobierno socialcristianos de Adenauer y Erhart a partir de la entrada en vigencia de la Ley Fundamental de Bonn de 1948. Frente a la tesis de Nipperdey, de que la Constitución alemana se decantaba por la Economía Social de Mercado, como única fórmula económica aceptada por la Constitución, el Tribunal Constitución alemán a principios de los años 50 del siglo pasado acogió la tesis de la “neutralidad económica” de la Constitución.

La doctrina alemana y el mismo Tribunal, sin embargo, entienden que la

“neutralidad político-económica de la Ley Fundamental significa que el legislador constitucional ha querido dejar abierta la cuestión del orden económico, pero también ha querido la realización de la libertad económica…, -por lo que ella- no significa que el legislador, al configurar el ordenamiento económico, sea completamente libre. Por el contrario, tanto en este supuesto como en general, está vinculado por la Ley Fundamental y tiene, por ello, que respetar los principios generales del orden de libertad…”.

De hecho, por tanto, las matizaciones posteriores a la citada “neutralidad económica” hacen que pueda hablarse, respecto de las libertades económicas, más bien de un cierto doble estándar para la protección de las libertades económicas y la propiedad privada en el ámbito constitucional, pero protección al fin de esos derechos y libertades por los tribunales constitucionales e internacionales, sobre todo por la influencia en el debate interno de cada país europeo, de la acción de la Unión Europea, de la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (este último, del Consejo de Europa). Con ocasión de las cuatro libertades con las que nace la antigua Comunidad Económica Europea (libre circulación de personas, materias, capitales e ideas) y del principio de igualdad, el Tribunal de Justicia europeo ha venido a dar una fuerte protección a las libertades económicas en el ámbito europeo. Protección que, de hecho, ha compensado el llamado “doble estándar” y ha limitado sensiblemente la llamada “neutralidad económica”. En todo caso, también es verdad que el Tratado de Masstricht de 1992 estableció, con ocasión de la construcción de la Unión Europea y del “Euro” como moneda única, una reglas “comunitarias” que en otros países llamaríamos “garantías económicas”, al imponer límites internacionales (“comunitarios” en sentido estricto y, por ello, supremos), a la posibilidad de endeudamiento de los Estados miembros y al déficit fiscal (establecido en el 3% del PIB como máximo). Normas que, como se sabe, son superiores a las de las propias constituciones de los Estados miembros de la Unión Europea.

En el caso del Tribunal de Derechos Humanos del Consejo de Europa (Tribunal de Estrasburgo o TEDH), la protección ha venido de la mano especialmente del derecho de propiedad reconocido en el Protocolo I del Convenio Europeo, especialmente a partir del caso SPORRONG Y LÖNNROTH contra Suecia (Sentencia del 23 de setiembre de 1982), aunque en los casos JAMES Y OTROS contra el Reino Unido (Sentencia del 21 febrero de 1986), y MELLACHER Y OTROS contra Austria (Sentencia del 19 de diciembre de 1989), el Tribunal Europeo avaló las restricciones a la libertad económica y a la propiedad privada recordando que

“Suprimir lo que se considera una injusticia social es una de las tareas propias de un legislador democrático. Ahora bien, las sociedades modernas consideran a la vivienda como una necesidad primordial, cuya regulación no puede dejarse por completo al libre juego del mercado. El margen discrecional –de cada Estado- es bastante más amplio para abarcar una legislación que garantice en esta materia una mayor justicia social, incluso cuando dicha legislación se inmiscuye en las relaciones contractuales entre personas privadas y no favorece directamente ni al Estado ni a la sociedad como tal…” (Sentencia del Caso JAMES Y OTROS).

La influencia alemana y europea fue decisiva en España en la Constitución de 1978 (artículos 35, 38, 51, 128, 131, etc.), en su desarrollo y en su operación práctica y jurisprudencial. De hecho, la propia Constitución española acoge, en el marco del artículo 35 sobre libertad de empresa, el concepto de “economía de mercado”. Es verdad, con todo, que en España se ha seguido un “doble estándar” (sin afirmar la neutralidad económica), y su Tribunal Constitucional ha sido mucho más deferente frente a las restricciones a las libertades económicas que frente a otras libertades (lo que se deriva, en parte, de la ubicación de las mismas en el texto constitucional y del régimen de tutela diferenciado que se escogió para los derechos económicos y sociales, respecto de las llamadas libertades civiles, tuteladas preponderantemente por el “amparo constitucional”).

La tesis de la superioridad de las normas intervencionistas sobre las libertades económicas en Costa Rica.

En todo caso, en ninguno de los casos citados (ni en los Estados Unidos, ni en Europa), aun afirmándose el doble estándar o aplicándolo en la práctica, se ha llegado al extremo de afirmar la superioridad de unos derechos o reglas constitucionales sobre otras, mucho menos a afirmar que las normas que habilitan la intervención económica del Estado (en nuestro país, por ejemplo, los artículos 50, 74 o 121, inciso 14; en España, los artículos 128 y 131, por ejemplo) sean superiores en rango y en aplicación a los derechos que garantizan la libertades económicas y la propiedad privada, o que estos últimos deben ceder necesariamente frente a aquellas normas, como se ha llegado a afirmar por alguna jurisprudencia de nuestra Sala Constitucional.

Esta tesis, visible en algunas sentencias de la Sala Constitucional cuando se plantea el aparente conflicto entre las libertades económicas (artículos 28 y 46) y las normas de los artículos 50 y, en menor medida, de los artículos 74 y 121, inciso 14; va mucho más allá de lo que se afirma y estila en el derecho comparado. Que en algunos países se protejan más las libertades civiles y políticas que las económicas (doble estándar), puede ser comprensible. Que haya mayor deferencia a las regulaciones económicas que a las regulaciones sobre otras libertades, puede ser comprensible (aunque no lo comparto), pero que se afirme, sin más, que las libertades económicas deben ceder ante el artículo 50 constitucional o que éste tiene el efecto de derogar el sentido práctico de los artículos 45 o 46, es una afirmación excesiva que ningún sistema constitucional puede avalar, al menos en cuanto lo siga siendo.

Frente a esa tesis, lo que corresponde es tratar siempre de interpretar y de aplicar la Constitución y sus valores integral y contextualmente, sin que pueda afirmarse la superioridad de unos valores sobre los otros y, mucho menos, afirmar que unos derogan o desplazan a los otros. La Constitución reconoce a todas sus normas, a sus contenidos y objetivos, unas consecuencias que deben aplicarse y cuando entran en aparente conflicto unas con otras, debe armonizarse la interpretación y aplicación de las mismas, de manera que se alcancen los objetivos constitucionales de todas las normas en conflicto (de todas las normas, insisto), afectando en el menor sentido posible la vigencia y validez de cada una. Se trata de que la interpretación y aplicación del articulado constitucional sea armónica y equilibrada, sin preeminencia –al menos a priori- de ningún valor protegido respecto de otro. Es decir, la necesaria visión contextual frente a las fórmulas restrictivas de las libertades económicas que ha aplicado nuestra Sala Constitucional.

El Orden Económico de Libertad o la Constitución Económica Costarricense

La Sala Constitucional, ha reconocido la existencia de un "orden económico de libertad" (Resolución #3495-92 del 19 de noviembre de 1992), que es la expresión de lo que puede llamarse una "constitución económica".

En palabras de la propia Sala Constitucional: "En esta materia -la económica- la Constitución es particularmente precisa, al establecer un régimen integrado por las normas que resguardan los vínculos existentes entre las personas y las distintas clases de bienes... Así, la Constitución establece un orden económico de libertad que se traduce básicamente en los derechos de propiedad privada (artículo 45) y libertad de comercio, agricultura e industria (artículo 46) -que suponen a su vez, el de libre contratación-... y a ellos se suman otros, como la libertad de trabajo y demás que completan el marco general de la libertad económica" (VI, Ibidem).

a) La constitución económica en Costa Rica.

Nuestra Constitución Política, aunque no diseña un sistema económico, es evidente que lo supone, al excluir determinadas conductas o limitar conformaciones económicas incompatibles con el régimen democrático y de libertad que establece.

Toda Constitución supone un grupo de principios y de límites que excluyen determinados modelos de desarrollo económico. Si ella reconoce la propiedad privada como derecho constitucional, rechaza por lo pronto la existencia de un sistema donde la propiedad está, exclusiva o principalmente, en manos del Estado. Si reconoce la libertad de empresa y de comercio y la libre escogencia del consumidor como derechos constitucionales, rechaza aquellos sistemas en que se niega al mercado, es decir, al comercio, un papel vital en la fijación de precios, o en el que se impone una planificación económica decisiva. Si se establece la obligación constitucional del Estado de contribuir para alcanzar determinados valores sociales (garantías sociales), se excluye el mero abstencionismo estatal.

La Constitución costarricense, ciertamente permite un margen de acción a los poderes constituidos, para regular y matizar el sistema económico, y en esa medida puede hablarse de un “margen de apreciación legislativa”, y -más restringidamente- de apreciación o escogencia administrativa o judicial, en el área de la acción pública y social. Pero esa flexibilidad existe en el marco de ciertos parámetros (principios y derechos constitucionales), dado que las autoridades públicas no pueden saltarse los límites que la Constitución establece, ni aspirar a construir valores que la Constitución veda, ni modificar los principios en los que ella se funda, ni traspasar o violentar los derechos que ella garantiza.

Ese sistema del que parte nuestra Constitución, podemos calificarlo con la Sala Constitucional de "orden económico de libertad" o, si ustedes quieren, de "economía social de mercado". De "mercado" por el carácter preponderante que éste tiene en la conformación de los precios y por la vinculación histórica, teleológica y práctica de sus mecanismos con los derechos constitucionales de propiedad privada, de libertad general, de libertad de empresa y de trabajo y de libertad de contratación y con la propia constitución material en la que el texto constitucional se inserta y opera. "Social", por las obligaciones sociales impuestas por la propia Constitución.

Se puede estar o no de acuerdo con el sistema escogido o presupuesto (por su carácter de mercado, o por su carácter social), pero ello va más allá de lo normativo (lege data), para ubicarse en lo meta jurídico o en el plano de los deseos (lege ferenda), sin perjuicio de que ellos tengan, de facto y aun de iure, influencia en el sistema normativo vigente. Pero eso es harina de otro costal.

Ese sistema -constitucional económico-, derivado del conjunto de normas y principios constitucionales, impone a su vez unos criterios de interpretación para cada norma y principio constitucional que la ley fundamental recoge. Impone, entre otras cosas, tratar de alcanzar los objetivos constitucionales de manera coherente; compatibilizar las normas y los principios constitucionales aparentemente contrapuestos; reconocer la primacía de esas normas, principios y valores constitucionales por sobre los actos de desarrollo y de aplicación; y, en particular, interpretar restrictivamente las limitaciones, imponiéndoles, en consecuencia, la carga de la prueba de la idoneidad a ellas y no a los derechos y libertades que la Constitución reconoce. Ya veremos la importancia práctica de éstos conceptos. Baste, por ahora, señalarlos.

Nuestro régimen constitucional establece, por una parte (componente económico), un sistema de libertad para los ciudadanos que, entre otras cosas, supone la libertad personal (art. 28), la libertad de trabajo (art. 56), la libertad de empresa y de comercio (art. 46), la libertad de contratación (arts. 28, 46), la propiedad privada (art. 45), la igualdad ante la ley (art. 33), la exigencia del equilibrio presupuestario (176), la obligación de estimular la producción (art. 50). Por otra parte, nuestra Constitución establece unos principios y objetivos constitucionales que imponen acciones del Estado en favor de ciertos objetivos sociales (componente social) como la extensión de la educación (arts. 77 a 88), la seguridad social (art. 73), el medio ambiente (art. 50), la protección de la familia (art. 51), de la niñez y de la vejez (art. 51), de los trabajadores (arts. 56 a 54), así como el más adecuado reparto de la riqueza (art. 50).

Obviamente, la jurisprudencia constitucional como hemos visto y como veremos, no siempre se apega a ese equilibrio de valores constitucionales y parece elegir la intervención estatal por sobre las libertades de orden económico, como veremos a propósito del artículo 50 de la Constitución.

Desde el punto de vista de nuestra Constitución se parte del reconocimiento del

i) Principio general de libertad (artículo 28), en virtud del cual para el ciudadano, todo lo que no está prohibido está permitido. "Las acciones privadas que no dañan a la moral, al orden público o a los derechos de los demás están fuera de la acción de la ley".

Principio y derecho que, como en la disposición sobre la libertad de empresa, ni siquiera por ley puede limitarse (al menos cuando no se afecten esos valores más gravemente que lo que la medida reguladora puede afectar a la propia libertad que se viene a regular -principio de proporcionalidad-).

Conforme con lo anterior, la regla constitucional es la libertad , por lo que su regulación o limitación debiera ser más bien excepcional (por tanto, a texto expreso y de interpretación restrictiva), lo que, por supuesto, debería tener alcances insoslayables en el campo económico (en la iniciativa, en el desarrollo y en la regulación de la actividad económica).

De esa manera, el ciudadano no debería necesitar pedir permiso para realizar una determinada acción, y las restricciones que en aras del bien común pudieran establecerse a esa libertad, lo serían en función de los derechos de los demás, de la moral o del orden público o de otros derechos constitucionales de igual rango y magnitud. Las restricciones legítimas en lo general, deberían serlo también en lo particular.

El principio significa, asimismo, que la libertad se presume y que el particular puede hacer todo lo que no está legítimamente prohibido o restringido (y únicamente en la medida en que lo está), por el ordenamiento jurídico, según la escala jerárquica y competencial de sus fuentes.

En cambio, para la Administración Pública rige el principio de legalidad (artículo 11), es decir, la Administración y sus funcionarios solo pueden querer lo que la Constitución y las leyes quieren que quieran. Su acción debe, por tanto, estar fundada en una norma (habilitación legal previa), y a la finalidad de esa norma está ligada su acción. Mientras los particulares están vinculados negativamente al bloque de legalidad (negative bindung), la Administración y sus funcionarios, lo están positivamente (positive bindung).

En ausencia de norma legal (principio de reserva de ley) que lo prohíba, los particulares deberían poder desarrollar su acción (invertir, contratar, ejecutar, expresar, movilizarse) y la prohibición que se establezca, sólo será válida en la medida en que -tratándose de acciones privadas, como las empresariales en general- logre la protección de la moral y el orden público y los derechos de los demás, cuando estos valores puedan verse afectados por su acción, en mayor proporción.

ii) Libertad de trabajo (artículo 56 in fine) y de empresa (artículo 46). En virtud de estos derechos, los ciudadanos pueden escoger y ejercitar libremente su acción privada. Las acciones públicas que supongan imperio o potestades exorbitantes del derecho común, en cambio, dependen lógicamente de autorización o concesión especial, como en el caso del ejercicio de funciones públicas -el notariado- o de prerrogativas especiales -concesión de servicios o de obras públicas-. En general, sin embargo, el ser humano debe poder decidir libremente en qué campos trabajar y para quién, dónde emprender y bajo qué condiciones, sin tener que pedir permiso o autorización dentro del respeto del ordenamiento jurídico, salvo en el caso en que la Ley -y no cualquier norma, por supuesto- restrinja esa actividad por los motivos arriba indicados -moral u orden públicos, derechos de los demás-.

A su vez, la libertad de industria, agricultura y comercio, como ha reiterado la jurisprudencia constitucional, supone la libertad de contratación, es decir, la autonomía de la voluntad y el derecho de contratar o comerciar libremente y de emprender en cualquier área que no haya sido monopolizada lícitamente por el Estado. La monopolización para ser lícita, debe fundarse en la finalidad constitucional de proteger el orden público, o los derechos de los demás, debe respetar el contenido esencial del derecho constitucional que está limitando. La limitación debe ser a texto expreso y requiere, además, una decisión aprobada por mayoría calificada (dos tercios) de la Asamblea Legislativa.

De manera que en el texto constitucional, la libertad de empresa es la regla (de interpretación extensiva), y la limitación o el monopolio legal la excepción (de interpretación restrictiva). Por tanto, la limitación o restricción sólo pueden extenderse a lo que expresamente establezca la ley y siempre y cuando no implique, de hecho o de derecho, la desnaturalización, el vaciamiento práctico o la onerosidad del ejercicio de la libertad de empresa en general y en cada campo en particular. En caso de duda o de conflicto normativo, debe entonces interpretarse a favor de la libertad y en contra de la restricción (el in dubio pro libertate, a que hace referencia constante la jurisprudencia de la Sala Constitucional, pero que en materia económica y de propiedad privada parece ceder ante el in dubio pro natura y el in dubio pro stato, como veremos).

iii)Derecho de propiedad (artículo 45). En virtud de este derecho, el régimen de propiedad privada es inviolable. Se permite la privación singular del derecho de propiedad (expropiación), para lo que se exige indemnización previa y plena. Se permite, asimismo, establecer limitaciones de interés social -limitaciones no expropiatorias-, a la propiedad, por mayoría calificada de los miembros de la Asamblea Legislativa, siempre y cuando ellas sean idóneas para alcanzar los objetivos, sean razonables constitucionalmente, proporcionadas a su objeto y no afecten en su esencia el derecho que se limita. Pero si la limitación o regulación del derecho de propiedad es de tal magnitud que se afecta la misma en su contenido esencial (el ius utendi, disponendi, fruendi, etc.), se puede hablar de una expropiación de hecho o de “limitaciones expropiatorias”. De nuevo, la regla constitucional es la propiedad privada y la excepción su privación o limitación.

iv)A la par de estos principios y textos en favor del “orden económico de libertad” o régimen de economía de mercado, nuestra Constitución establece unos principios y derechos de orden social y económico que deben compatibilizarse entre sí e interpretarse armónicamente con el resto del articulado. La Constitución establece, por ejemplo, la obligación del Estado de promover y organizar la producción y el más adecuado reparto de la riqueza (art. 50) y la protección del medio ambiente (artículo 50, párrafos 2 y 3). Se reconoce el derecho al trabajo en general (art. 56), al salario mínimo, al descanso, a las vacaciones, a la limitación de la jornada laboral, a la libertad sindical y al derecho de huelga (artículos 57 a 62); a la protección contra el desempleo (arts. 56, 63 y 72). Se le exige al Estado la participación en la educación (básica, diversificada y universitaria - artículos 77 a 88), en la salud y en los seguros sociales (art.73), en la cultura (art.89), en la protección del medio ambiente (art. 50), la familia (arts. 51 a 55), los niños y los ancianos (arts. 51 y 73). Se exige, asimismo, la promoción de cooperativas y de viviendas populares (arts. 64 y 65) y la promoción de la educación privada (artículos 79 y 80), entre otras cosas.

Los otros temas relevantes, constitucional y económicamente, son los relativos a la Hacienda Pública (equilibrio presupuestario, reserva de ley en materia de impuestos, no confiscación, ingresos y gastos del Estado y de sus instituciones), a la monetaria (papel y autonomía del Banco Central, etc.), a la contratación administrativa y a los controles presupuestarios y lo relativo a las instituciones públicas descentralizadas (autónomas y municipales), su creación, sus funciones y su autonomía.

A partir de este conjunto normativo queda claro que la regla -en el sentido jurídico del término- debe ser el régimen de libre empresa, de libertad y de propiedad privada, lo mismo que el componente social. La excepción, su limitación. Ello es visible en el marco constitucional, cuando se exige:

- prohibición de limitar legalmente la libertad de empresa (art. 46 en relación con el 28);
- prohibición de limitar legalmente las acciones privadas -y por ende, las empresariales- que no dañen a la moral pública, al orden público o a los demás, acciones que están "fuera de la acción de la ley" (art. 28);
- mayoría calificada para limitar la propiedad privada (art. 45), no para vaciarla, desnaturalizarla o afectarla intensamente (en su contenido esencial);
- mayoría calificada para establecer un monopolio público (art. 46);
- mayoría calificada para establecer una institución pública (art. 189).

A la par de ello, queda claro también que:

- el Estado debe tutelar a los trabajadores, a los consumidores y a otros grupos sociales y regular -dentro del respeto de la autonomía de la voluntad de los particulares- el régimen de operación de las empresas privadas;
- el Estado debe realizar acciones en pro del desarrollo social (garantías sociales);
- en cambio, su actuación empresarial -del Estado-, la distorsión o regulación de precios y la que no desarrolle abiertamente disposiciones constitucionales, es claramente excepcional en el marco de la Constitución.

A este propósito, el problema constitucional se plantea, sobre todo, en relación con la comprensión y alcance del artículo 50 de la Constitución y, en menor medida, de los artículos 74 y 121, inciso 14 de la Constitución; frente a los derechos de libertad y propiedad privada. Y esto es así, porque, en algunos casos (cada vez más frecuentes), la Sala Constitucional afirma que la monopolización de actividades a favor del Estado, que la restricción de actividades privadas o que la intervención del Estado es siempre posible con fundamento en esos artículos (y principalmente el 50).

En otros casos, la jurisprudencia constitucional busca o asume el equilibrio entre valores, principios y derechos constitucionales en juego, que es lo que corresponde, pero eso es lo que menos ocurre en nuestra jurisprudencia constitucional, al menos respecto del artículo 46 de la Constitución, dado que la propiedad sigue gozando, bien que limitadamente, de un mayor nivel de protección constitucional.

No obstante lo anterior, la regla general en la Constitución (al menos en su texto, que no tanto en la jurisprudencia constitucional, como veremos), es la operación privada que no requiere autorización legal en virtud del principio de libertad, salvo cuando una norma constitucional restrinja la operación de determinadas actividades o servicios o de que lo haga la Ley -y sólo ella- para alcanzar razonablemente objetivos de orden constitucional. Es el caso, por ejemplo, de los bienes descritos en el artículo 121 inciso 14 (energía hidráulica, yacimientos de carbón, espectro electromagnético, fuentes y depósitos de petróleo e hidrocarburos, ferrocarriles, puertos y aeropuertos nacionales), para el primer caso; o del desarrollo de regulaciones sanitarias, ambientales o de seguridad para proteger a los demás, en los otros casos.

Más allá de esas restricciones -a texto expreso-, y fuera de los límites impuestos por la propia naturaleza de cada derecho o libertad y de la regulación del legislador -ésta última, dentro del respeto al procedimiento constitucional y al contenido esencial del derecho a regular y supuesta su razonabilidad-, la regla general es la libertad de acción. El legislador evidentemente puede y debe regular las acciones privadas, pero únicamente para desarrollar principios o normas constitucionales (v.g., garantías sociales, protección del ambiente) o para proteger derechos de terceros, la moral o el orden públicos (ver artículo 28) y siempre que, al hacerlo, cumpla o respete:

1) los procedimientos establecidos constitucionalmente (por ejemplo, exigencia de mayorías calificadas o mediante Ley formal en los demás casos),

2) el contenido esencial del derecho constitucional que va regular o limitar, y

3) el “debido proceso sustantivo” o razonabilidad en general (lo que incluye la razonabilidad –estricto sensu-, la racionalidad y la proporcionalidad de la norma regulatoria de desarrollo).

Uno solo de esos principios que falte y la regulación deja de tener sustento constitucional.

Que en el caso de la Administración Pública o de la jurisdicción ordinaria, además, se cumplan y se respeten los principios de libertad (todo lo que no está prohibido para los particulares, les está permitido), de reserva de ley y de legalidad (la Administración solo puede querer y actuar lo que la Ley quiere que quiera y actúe) y el derecho a la igualdad y a la no discriminación.

Es decir, puede que la limitación cumpla los procedimientos establecidos, pero que no respete el contenido esencial del derecho que se va a regular. Puede que la limitación respete ambos requisitos (ser aprobada por el procedimiento previsto –v.g. dos tercios de los Diputados-, y no afecte el derecho regulado o limitado en su contenido esencial), pero que sea irrazonable, porque no es idónea para alcanzar el objetivo constitucional o legal que se persigue. Puede que la limitación respete el procedimiento y el contenido esencial, pero que sea irrazonable, porque no es necesaria para alcanzar el objetivo que se persigue. Puede que la limitación respete el procedimiento, el contenido esencial, sea razonable y necesaria, pero que sea desproporcionada, en relación con el objetivo constitucional que se dice perseguir.

Aunque estos principios interpretativos han sido aceptados por la Sala Constitucional, en la práctica jurisprudencial no los aplica, al menos para la mayoría de los casos de derechos y libertades económicas.

Asimismo, dado que la actividad privada es la regla, y las limitaciones son la excepción; éstas –las limitaciones de interés social, la creación de monopolios a favor del Estado, la creación de instituciones autónomas, etc.- son materia reservada a la Ley y requieren Ley aprobada por la mayoría constitucionalmente requerida (normalmente de dos tercios de la Asamblea Legislativa, al menos para imponer limitaciones de interés social sobre la propiedad, para crear nuevos monopolios a favor del Estado o para afectar la intimidad) y, en cambio, el rompimiento de monopolios o la privatización, por ejemplo, desde esa perspectiva constitucional, requerirían mayoría simple, porque significan la recuperación de las reglas constitucional que fueron alteradas por la aplicación de las excepciones constitucionalmente permisibles. La Sala Constitucional, sin embargo, no parece guiarse siempre por estos principios, como veremos a propósito de los artículos 50 y 121, inciso 14 de la Constitución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario