sábado, 22 de agosto de 2009

INTERVENCIÓN DEL ESTADO Y EL ARTÍCULO 50 DE LA CONSTITUCIÓN

Contenido del Artículo 50 y fines del Estado

El Artículo 50 de la Constitución establece:

“ El Estado procurará el mayor bienestar a todos los habitantes del país, organizando y estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza.
“Toda persona tiene derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado. Por ello, está legitimada para denunciar los actos que infrinjan ese derecho y para reclamar la reparación del daño causado.
“El Estado garantizará, defenderá y preservará ese derecho. La ley determinará las responsabilidades y las sanciones correspondientes.

El párrafo 1º, viene de la Constituyente de 1949 (corresponde al texto originalmente aprobado en esa Constituyente) y los párrafos 2º y 3º provienen de la reforma constitucional de 1994 (Ley No. 7412 de 3 de junio de 1994), por la que se constitucionalizó el derecho y la protección al medio ambiente, aunque ya antes la Sala Constitucional había reconocido al ambiente como un derecho constitucional y había reconocido la legitimación ambiental por intereses difusos o colectivos de manera amplia (ver, por todas, las Sentencia No. 3705-93).

El texto recoge cinco ideas o conceptos tutelados constitucionalmente, sea como objetivos “programáticos” como los llamó en su época la doctrina italiana, como “principios rectores de la política social y económica” como se les conoce en España, o como “derechos” o garantías institucionales como los reconoce en su jurisprudencia la propia Sala Constitucional.

Esos cinco conceptos tutelados constitucionalmente son:

1. Organización y estímulo de la producción
2. Adecuado reparto de la riqueza
3. Derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado
4. Legitimación y responsabilidad ambiental
5. Estado como garante del ambiente

Tres modos de interpretarlo

Hay, si se quiere simplificar, tres modos de interpretar el Artículo 50 y los conceptos que tutela:

a) La versión estatista, que pretende afirmar la superioridad del Artículo 50 sobre el resto del articulado constitucional, particularmente sobre los derechos de libertad (Artículo 28), la igualdad de derechos (Artículo 33), la libertad de empresa, de contratación, de protección al consumidor y libre competencia (Artículo 46), la propiedad privada (Artículo 45), los derechos adquiridos (Artículo 34)

b) La versión anodina, que pretende vaciar de contenido el Artículo 50 o minimizar su efectividad jurídica, frente a otros derechos y normas constitucionales.

c) La versión contextual, que reconoce efectos jurídicos a su contenido y objetivos (del Artículo 50), pero dentro del contexto constitucional y del respeto a las llamadas “garantías individuales”. Pretende, por tanto, armonizar los distintos objetivos y valores constitucionales aparentemente contradictorios, de manera que la interpretación y aplicación del articulado constitucional, sea armónica y equilibrada, sin preeminencia –al menos a priori– de ningún valor protegido respecto de otro.

Constitucionalmente, sin embargo, la única alternativa que me parece legítima es la versión contextual o integral, sin perjuicio de la preeminencia de los derechos y libertades fundamentales (entre ellos, las llamadas libertades económicas) por sobre los “principios rectores de la política social y económica” o, si se quiere, aquellas reglas que establecen más que derechos con titulares identificables, principios o metas sociales y económicas (fomento de la producción, adecuado reparto de la riqueza). El principio constitucional e internacional “pro libertatis” o “pro homine” y carácter protector y “mínimo” del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, obligan a darle preeminencia a los derechos y libertades fundamentales. Ello seria aplicable, al menos, para los primeros dos objetivos del Artículo 50, dado que los siguientes tres (sobre el medio ambiente), sí establecen “derechos” (al medio ambiente, a la legitimación para su defensa y a la responsabilidad por los daños contra el ambiente) y exigen, a su vez, la aplicación del principio “pro natura”, lo que coloca a ese valor al mismo nivel del principio constitucional e internacional del “pro libertatis”. Razón de más, en todo caso, para acoger la versión contextual del Artículo 50 y desechar las versiones estatistas o anodinas del mismo. Sin embargo, la Sala Constitucional parece preferir, en general y sin percatarse quizás de ello, la versión “estatista”, aunque hay ejemplos de versión anodina y de versión contextual, como veremos.

La “organización de la producción”, no significa ni puede significar “dirección” estatal de la economía o de la producción, como han recordado casi todos los constitucionalistas (desde Mario Alberto Jiménez, Eduardo Ortiz y Rodolfo Piza Escalante, hasta Rubén Hernández, Fernando Castillo, Alvaro Cabezas, Rodrigo Cubero, Román Navarro, María Lourdes Echandi, por mencionar algunos), porque entonces desaparecería de un plumazo la libertad de empresa, la propiedad privada y la libertad en general. Hasta allí, no ha llegado nunca ni la Corte Plena actuando como tribunal constitucional (antes de la reforma constitucional de 1989 que dio nacimiento a la Sala Constitucional), ni la propia Sala Constitucional a partir de 1989.

El concepto de “organización y promoción de la producción”, no otorga ningún “derecho” específico y es más un principio rector de la política social y económica que un derecho. A lo sumo puede actuar como una “garantía institucional”, pero no como un “derecho” porque del texto constitucional (semánticamente, signos + significados, y social o tópicamente), no se deriva semejante consecuencia. Como es conocido, de un objetivo constitucional no se deriva necesariamente un “derecho”, a menos que ese objetivo pueda comportarse y de él puedan derivarse titularidades activas identificables, lo que no parece poderse construir a partir del texto constitucional sobre promoción de producción.

Eso no significa que no tenga virtualidad y efectividad jurídica, pero más como principio de interpretación y aplicación, como programa de acción habilitante jurídicamente para actuar el Estado en función de ese valor o como “garantía constitucional”, pero no como “derecho” en el sentido técnico jurídico del término (titularidad activa o exigencia subjetiva capaz de exigirse ante órganos con capacidad de resolver controversias jurídicas). Aun tratándose como se trata de una norma habilitante (principio de legalidad) de la actuación del Estado en el campo económico y social, ella queda necesariamente subordinada al respeto de los derechos y libertades constitucionales e internacionales. Por ello, no puede tener la virtud de derogar, anular o disminuir el alcance y el goce de los derechos y libertades señalados, sino que debe articularse con ellos para alcanzar el objetivo constitucional.

Por otra parte, la promoción de la producción, tampoco significa promoción de una determinada actividad, industria o bien, sino del crecimiento económico –de la producción en general– y, con ello, del bienestar social. Por tanto, la Constitución quiere que avancemos en crecimiento, en bienestar social, en protección del ambiente, pero respetando la libertad en general (Artículo 28), la económica o de empresa (Artículo 46) y la propiedad privada (Artículo 45). En cambio, la regulación o los controles excesivos o el “proteccionismo” (externo o interno), por ejemplo, no tienen rango ni protección constitucional, sobre todo porque afectan en su esencia a la igualdad de derechos y a la libertad, pero además porque no han demostrado ni siquiera ser un instrumento idóneo para “promover la producción” y menos para alcanzar un adecuado reparto de la riqueza. Desde ese punto de vista, la implicación principal del concepto, debería impulsar a promover o a aceptar aquellos métodos o sistemas de producción que hayan demostrado histórica y empíricamente superioridad para impulsar el crecimiento económico y la producción o, al menos, a no derogar ni disminuir la vigencia de los derechos y libertades fundamentales y económicas, frente a una eventualidad –no probada y contradicha histórica y empíricamente– de un fomento de la producción por acciones estatales particulares.

Desde ese punto de vista, el sistema de mercado, la economía social de mercado y, más concretamente desde la perspectiva constitucional, el reconocimiento de las libertades de empresa y de propiedad privada, han demostrado mayor pertinencia y éxito en promover el crecimiento de la producción en general, que los sistemas que privilegian la intervención o dirección estatal de la economía, el “mercantilismo” y la planificación económica centralizada. Lo lógico, entonces, sería promover o al menos respetar esos derechos y libertades económicos, para alcanzar el objetivo constitucional de promover la producción.

El más adecuado reparto de la riqueza, tampoco otorga un derecho constitucional específico y se parece más a un principio rector de la política social y económica. No significa tampoco la “igualdad de rentas o de resultados”, porque ello implicaría la negación de la misma igualdad de derechos, de la libertad y de la propiedad privada, derechos que también garantiza la Constitución. Es verdad que el sentido “tópico” de la expresión supone una vocación de igualdad material (como complemento de la “formal”) y de búsqueda de una menor desigualdad en la renta o de menores diferencias entre “percentiles” o entre las capas económicas superiores y las inferiores, pero esa pretendida igualdad material (i.e., reparto de la riqueza) no puede construirse a costa de la libertad de empresa y de trabajo o del derecho de propiedad. En todo caso, ese objetivo debe alcanzarse al menor costo posible para la vigencia de derechos fundamentales como la igualdad de derechos, las libertades económicas y la propiedad privada. El más adecuado –léase, equitativo– reparto de la riqueza puede alcanzarse mejor en un sistema de economía social de mercado que en un sistema socialista, mercantilista o estatista, como demuestra la historia y la evidencia empírica (a menos que de lo que se trate es de repartir la “pobreza”), entre otras cosas porque responde más equitativamente al esfuerzo personal, familiar (herencia) o social en general y porque respeta mejor los derechos y libertades económicas.

Salvo en la versión anodina, el objetivo constitucional del Artículo 50, párrafo primero, ciertamente habilita el establecimiento y la adopción de políticas públicas, de progresividad fiscal, de programas universales de fomento o protección y de programas focalizados de apoyo social, pero siempre y cuando esas políticas o programas no resulten ser “regresivos” y sean, además, razonables y proporcionadas al objetivo constitucional que se persigue, no afecten en su esencia (en su contenido esencial) los derechos y libertades fundamentales y se dicten por los órganos competentes y mediante el procedimiento previsto.

Por otra parte, el reconocimiento del medio ambiente a que alude el Artículo 50 (párrafos 2 y 3) no se construye, ni se puede constitucionalmente construirse, a costa de la propiedad privada y de la libertad de empresa que son derechos constitucionales, sino a partir de ellas, para complementarlas o equilibrarlas, no para derogarlas ni disminuirlas.

La interpretación, entonces, debe ser armónica. Entre varias opciones para proteger el medio ambiente, debe escogerse aquella que restrinja en menor medida el derecho de propiedad y la libertad de empresa. Impulsando, por ejemplo, las externalidades positivas de la libertad de empresa y de la propiedad privada y limitando o compensando las externalidades negativas de las actividades y propiedades privadas sobre el ambiente, pero esto último solo en la medida estrictamente necesaria para alcanzar el objetivo constitucional de proteger el medio ambiente.

La Sala Constitucional, en todo caso, ha reconocido jurisprudencialmente esos objetivos constitucionales sobre el medio ambiente, dándole un carácter de verdadero derecho constitucional, aun antes de la aprobación normativa de la reforma al Artículo 50 (en 1994), derivándolo del Artículo 21 sobre el derecho a la vida (del que a su vez, derivó el derecho a la salud). Desarrolló incluso la legitimación ambiental en forma amplia en su Sentencia No. 3705-93, es decir, más de un año antes de la citada reforma constitucional. Apartir de ambas (del Artículo 50, párrafos 2 y 3, y de la jurisprudencia constitucional), el derecho a un ambiente sano y ecológicamente equilibrado es un derecho “autoaplicable” y no programático, cuya titularidad corresponde a todo ser humano y de ahí la amplitud de la legitimación procesal para defenderlo (por intereses difusos, colectivos e individuales). No es, por tanto, un derecho “programático” ni un mero principio rector de la política económica y social (obsérvese la diferencia con el reconocimiento de los otros dos objetivos constitucionales del Artículo 50). La Sala Constitucional ha llevado ese derecho incluso un paso más allá, al sostener el principio “pro natura”, lo que me parece válido, pero para ponerlo a la par del principio “pro libertatis”, no para anularlo (lo que me parece inválido). Esto llevó en alguna ocasión a la Sala a excederse al afirmar el “principio de prioridad frente al derecho de propiedad” en un caso de desarrollo urbanístico (Sentencia No. 6010-96) y hacer derivar del principio de “evitación prudente” (ver caso de los Cables de Alta Tensión, Sentencia No. 2806-98), restricciones aun mayores a las derechos y libertades económicas, afirmando incluso el criterio de que el “silencio positivo” no es aplicable en materia ambiental (ver Sentencia No. 1730-94).

La relación entre el Artículo 50 y los artículos 28, 33, 34, 45 y 46 de la Constitución, obliga necesariamente a una interpretación armónica, contextual y de equilibrio entre los principios y derechos en juego. Cómo proteger la libertad en general, la igualdad de derechos, los derechos adquiridos de buena fe, la propiedad privada, la libertad de empresa, la libre competencia, la libertad de contratación; sin negar los objetivos constitucionales de promover la producción y el más adecuado reparto de la riqueza; cómo alcanzar estos objetivos, sin afectar en su contenido esencial los derechos y libertades económicos. Esa interpretación, me parece, es perfecta y necesariamente posible, porque la Constitución quiere que todos los objetivos se cumplan simultánea y equilibradamente. La única organización económica (i.e., de la producción) posible constitucionalmente es aquella compatible con la vigencia de esos derechos y valores constitucionales. Por tanto, tendrá que ser alguna modalidad de mercado, es decir de libre competencia, de libertad empresarial y contractual, de propiedad privada. Como también están de por medio derechos y garantías sociales, esa modalidad de mercado, deberá incluir o permitir el desarrollo de los valores y objetivos sociales de la Constitución.

La promoción de la producción posible constitucionalmente deberá asegurar la compatibilidad de la misma con el crecimiento económico (i.e., de la producción) nacional y, por tanto, deberá ser generalizada y respetar, a su vez, todos los derechos constitucionales y, entre ellos, la igualdad ante la Ley, la no discriminación, la libertad en sus diversas modalidades, la propiedad y los derechos sociales y ambientales. Serán vedadas, entonces, modalidades de actuación estatal o gubernamental que, so pretexto de alcanzar el objetivo de promover la producción, violenten o distorsionen la libertad de contratación, la libre competencia, lalibertad de empresa, la libertad en general, el ambiente, los derechos sociales, la propiedad privada (salvo las limitaciones de interés social que no tengan carácter expropiatorio). El proteccionismo o el control de precios, por ejemplo, son difícilmente compatibles con esos valores, porque obviamente suponen la distorsión o negación, al menos, de la libertad de empresa, de contratación y de libre competencia y porque, además, suponen también graves distorsiones de la igualdad de derechos, sin adelantar nada en favor de los derechos sociales (salvo en lo hace al salario mínimo) ni en favor del medio ambiente. La evidencia empírica, en efecto, tiende a destacar que esos valores más bien pueden verse afectados con una política proteccionista o de control de precios, al menos en el mediano y largo plazos.

Por su parte, la acción y búsqueda estatal del “más adecuado reparto de la riqueza” constitucionalmente posible deberá asegurar también la compatibilidad de ese objetivo o principio constitucional con los derechos en juego y en aparente conflicto: con la libertad en general, y con sus diversas modalidades, con la propiedad privada, con la igualdad de derechos, con los derechos sociales, etcétera. Desde ese punto de vista, el reparto de la riqueza no puede querer la igualdad de resultados sin atender al mérito y al esfuerzo (producto del ejercicio de la libertad empresarial o de la libertad y derecho al trabajo, entre ellos), porque entonces violaría el principio de equidad; ni puede dejar de aspirar a una mayor igualdad de oportunidades, porque entonces se vaciaría de contenido la aspiración constitucional de la igualdad (formal y material) y del “reparto de la riqueza”. En ese sentido, la evidencia empírica e histórica, demuestran que el “estatismo”, el proteccionismo, la actividad empresarial del Estado o los monopolios públicos (artificiales, avalados o tolerados legalmente), por ejemplo, lejos de ayudar a equilibrar las rentas (i.e., diferencias menores entre los grupos más ricos y los más pobres), más bien logran lo contrario (tienen efectos regresivos) o sirven muy poco para lograr el objetivo y, a cambio, afectan sensiblemente los derechos y libertades fundamentales y económicos. Aun cuando llegaran a apoyar una menor desigualdad en el reparto de la riqueza (lo que normalmente no ocurre, por cierto), ese tipo de acciones gubernamentales afectan desproporcionadamente otros valores y derechos constitucionales y por tanto deberían ser vedadas.

La jurisprudencia constitucional, sin embargo, no accede a ese tipo de análisis y asume erradamente que cualquier acción gubernamental que pretenda o que se justifique teóricamente para alcanzar esos objetivos constitucionales es válida y, por si fuera poco, que esa justificación y esas acciones, permiten derogar o disminuir la vigencia de los derechos y libertades económicas. En una versión contextual del Artículo 50 constitucional, por el contrario, es legítimo y hasta exigible aspirar a esos objetivos constitucionales, pero sin afectar ni disminuir la vigencia de los derechos y libertades constitucionales. Cuando puedan entrar en aparente conflicto, la carga de la prueba, por tanto, correspondería a la intervención estatal y correspondería a ésta probar que se alcanzarán proporcionalmente esos objetivos. Es decir, que el beneficio social resultante será previsiblemente mayor que el perjuicio o la afectación que se provocará en las libertades económicas o en la vigencia y protección de la propiedad privada.

Análisis crítico de la jurisprudencia constitucional

La jurisprudencia de la Sala Constitucional en este tema, como dije, va desde la versión anodina del Artículo 50, al declararlo una “una norma programática afín con el orden público económico, pero –que– no otorga derecho subjetivo alguno al particular” (Sentencia de la Sala Primera de la Corte Suprema de Justicia de las 14:30 horas del 6 de enero de 1986 y en el mismo sentido, la Sentencia de la Sala Constitucional No. 105-89); hasta una versión “estatista” que pretende la superioridad del Artículo 50 por sobre el Artículo 46 y, en general, sobre todo el entramado constitucional que garantiza las libertades económicas.

En esta dirección, merece recordarse la Sentencia sobre la regulación de precios en los parqueos públicos (Sentencia No. 84-90) en la que la Sala avaló esa regulación, sin fundarse en el Artículo 50,

“... en resguardo de [los] intereses al uso de parqueos públicos, actividad que por este motivo debe estar regulada por el Estado, en protección de los intereses de los obligados usuarios, por lo que esa regulación no atenta contra el principio de libre comercio que en el Artículo 46 consagra nuestra Constitución Política”.

En esa época y en contra de esa corriente jurisprudencial, merecen citarse los casos de la Chiriquí Land Co. sobre fijación de precios de cajas de cartón por Decreto (Sentencia No. 1635-90) y la Sentencia sobre Libertad de Comercio y farmacias (Sentencia No. 1195-91). En ambos casos, la Sala reconoce expresamente la libertad de contratación, la libertad económica y la libertad de comercio, como derechos constitucionales derivados de los Artículos 28, 45 y 46 la Constitución, al anular respectivamente la fijación estatal de precios (del valor de la caja de cartón) mediante Decreto y al anular un Decreto que prohibía el establecimiento de farmacias cerca de otra existente, de acuerdo con una distancia fijada por Decreto (500 metros).

Poco tiempo después (1992), sin embargo, la Sala Constitucional fundándose específicamente en el Artículo 50, inicia una jurisprudencia mayoritaria en favor de la superioridad de este Artículo por sobre los Artículos 46 y 28 en la práctica (éste último salvo en lo que se refiere a la reserva de Ley, pero ni siquiera consistentemente en favor de ésta). En esa dirección, conviene recordar la Sentencia sobre las exigencias establecidas por Decreto Ejecutivo, sin fundamento específico en una Ley (actualmente así lo establece la Ley de Promoción de la Competencia y Protección Efectiva del Consumidor y el nuevo párrafo final del Artículo 46 constitucional, reformado por Ley No. 7607 del 18 de agosto de 1996), para el etiquetado de productos en los establecimientos comerciales alegando, con fundamento en el Artículo 50, que “las razones de oportunidad no desdicen la legitimación del Estado para ordenar los derechos de los consumidores y las obligaciones de los comerciantes” (Sentencia No. 1441-92).

Al pasa del papel que deben jugar los demás magistrados, se dicta la sentencia paradigmática de la Ley de la Moneda, donde la Sala reconoce la existencia constitucional de un “orden económico de libertad” (Resolución No. 3495-92 del 19 de noviembre de 1992) y donde el Artículo 50 no se utiliza como excusa genérica para violar ese orden y los derechos y libertades económicas. Es más, en esa Sentencia se reconocen limitaciones a esas libertades, pero derivadas de otros derechos constitucionales como “la vida, la libertad o la integridad personales”; o de los supuestos del Artículo 28 constitucional, tales como la moral, el orden público o los derechos “iguales o superiores” de terceros, a lo que se agrega que ni aun la “situación económica “general del país”, puede tener la virtud “de facultar al legislador –mucho menos al Poder Ejecutivo agrego–, para violar los contenidos esenciales de los derechos fundamentales...” como las libertades económicas (Sentencia No. 3495-92, lo que está entre paréntesis no es del original).

Esa Sentencia, sin embargo, aunque no ha sido desdicha expresamente, es contradicha en la práctica de la Sala Constitucional al avalar el más absoluto control de precios de la antigua Ley de Protección al Consumidor (ver Sentencia No. 2757-93), los controles exhaustivos de precios de gas licuado (en “bombona” o envase metálico y donde opera la competencia) por parte del antiguo Servicio Nacional de Electricidad (ahora Autoridad Reguladora de Servicios Públicos), en la Sentencia No. 2351-94; y, derogada la antigua Ley de Protección al Consumidor en 1995, al avalar también las “ventas a plazo” (Sentencia No. 1391-01), los Decretos sobre emisión de gases (Sentencia No. 3823-01), la fijación de precio mínimo de venta de banano (Sentencia No. 5548-01), la monopolización del arroz por parte de la Corporación Arrocera (Sentencia No. 4448-02).

La exigencia de un subsidio de bancos comerciales privados en favor de banca estatal (Sentencia No. 6675-01), o la importación privilegiada y monopolizada de arroz (Sentencia No. 0351-03). En todos estos casos, por ejemplo, la Sala Constitucional funda las restricciones a las libertades económicas en una supuesta superioridad del Artículo 50 de la Constitución, por sobre lo dispuesto en los Artículos 28 (sobre libertad en general), 46 (sobre libertad de empresa en general y sobre derecho del consumidor a la competencia) y 33 (sobre igualdad de derechos, al menos en cuanto se aplica a materias económicas y sociales).

En la primera de esas Sentencias, la Sala Constitucional, aunque reconoce que los controles de precios de márgenes de utilidad suponen una “limitación de la libertad en sus más puras expresiones”, esa limitación la considera “razonable, por estar dirigida al cumplimiento de los postulados esenciales de nuestro pacto político, el estipulado en el Artículo 50 de la Constitución” (Sentencia No. 2757-93).

En ninguna parte de la Sentencia, sin embargo, se explica porque esa limitación que se reconoce extensiva sobre libertad de comercio, de contratación y de empresa en general, está dirigida a cumplir el Artículo 50, esto es, a estimular o fomentar la producción, a “organizarla” en el sentido constitucional y, mucho menos, a un más “adecuado reparto de la riqueza”. En todo caso, no se intenta ni siquiera explicar la relación del citado control general de precios y de márgenes de utilidad, con esos objetivos tutelados por el Artículo 50. Por otro lado, la resolución tampoco explica por qué es inválido regular por Ley el valor de la moneda y es válido regular por Decreto los precios de cualquier producto. A partir de entonces, el Artículo 50 se convierte en la caja de sastre para justificar cualquier restricción a la libertad de empresa y, con ello, en el Caballo de Troya para restringir y anular el efecto práctico de las libertades económicas. Veamos algunos ejemplos:

“El proyecto –de Ley– establece controles a la actividad arrocera y limita la competencia, pero no considera esta Sala que esos controles y esas limitaciones supriman la libertad de empresa, toda vez que el Artículo 50 de la Constitución Política no solo acepta que el Estado proteja la producción nacional, sino que reclama su organización y estímulo! (Sentencia No. 4448-02 y en el mismo sentido, ver Sentencias No. 550-95, No. 3120-95, No. 5483-95, No. 1608-96).

O sea, que limitar la competencia y controlar una actividad intensamente, no afectan la libertad de comercio, la libre competencia, la igualdad de derechos y la propiedad privada, a pesar de abiertamente lo hacen.

En otra sentencia del mismo tenor, la Sala reconoce que:

“... la fijación del precio del banano para la exportación, constituye una limitación razonable porque está dirigida al cumplimiento del Artículo 50 de la Constitución Política, al representar una garantía de uniformidad de las condiciones básicas de la libertad de empresa y de comercio…” (Sentencia No. 5548-91).

En ninguna parte de la Sentencia, sin embargo, se explica porque esa limitación y fijación de precios está dirigida a cumplir el Artículo 50, esto es, a estimular o fomentar la producción, a “organizarla” en el sentido constitucional y, mucho menos, a un más “adecuado reparto de la riqueza”. En todo caso, no se intenta ni siquiera explicar la relación de la citada “limitación” con esos objetivos tutelados por el Artículo 50. Por si fuera poco, cabe preguntar desde cuándo la “uniformidad de las condiciones básicas” es una garantía de las libertades de empresa y comercio.

En el caso de las ventas a plazo, la Sala continúa con la misma tendencia al afirmar que:

“El Estado interviene definiendo el contenido de un contrato entre particulares de forma previa a la oferta pública –de ventas a plazo–…, sin interferir abiertamente en la libertad contractual. La normativa impugnada, según la Procuraduría General de la República, tiene un gran sentido preventivo, concebida para la protección de los consumidores puesto que se trata de regular la actividad comercial (Artículo 50 Constitución Política)” (No. 1391-01).

Sin embargo, no se ve cómo “definir el contenido de un contrato entre particulares” no interfiere, al menos, en la libertad de empresa o en la libertad contractual. No se ve tampoco cómo la “censura previa” de las ventas a plazo, ayude a alcanzar mejor los objetivos constitucionales de promover la producción o el más adecuado reparto de la riqueza. Aun cuando aparentemente lograra esos objetivos (lo que es dudoso, por lo dicho), ni siquiera se analiza si la restricción establecida con esos fines es proporcional a los derechos y libertades que limita efectivamente.

En ese mismo sentido, la Sala Constitucional, ha justificado la obligación de que la banca comercial privada financie o subsidie a la banca estatal, argumentando que:

“... la banca privada costarricense debe ser copartícipe en el proyecto de desarrollo del país y que la libertad de comercio es susceptible de regulación por parte del Estado, siempre y cuando no traspase los límites de razonabilidad y proporcionalidad constitucionales, además toda actividad bancaria debe estar bajo un estricto control por parte del Estado… Las normas impugnadas –Artículos 52 de la Ley Orgánica del Banco Central y 59 de la Ley Orgánica del Sistema Bancario Nacional– y los límites establecidos son medidas compensatorias que permiten que la banca estatal opere en condiciones de eficiencia, compita con la banca privada y logre la repartición de la riqueza de la manera más adecuada (Artículo 50 de la Constitución Política), toda vez que los bancos estatales pueden contar con mayores recursos para destinar a programas prioritarios o para otorgar créditos a sectores de la población que no podrían beneficiarse con créditos de la banca privada” (Sentencia No. 6675-01).

No se ve por qué la regulación por parte del Estado de la libertad de comercio permite que se cobre a la banca privada –léase a los usuarios de la misma, en última instancia–, una “tasa” o un monto en favor de la Banca estatal, que también es comercial y compite con la privada por el mismo público. No se ve como cobrarle a unos bancos para subsidiar a otros (los estatales) ayude a la eficiencia de éstos (suponiendo que ello sea un objetivo constitucional legítimo), mucho menos que mejore la competencia (la que más bien afecta sensiblemente) o que con ello se logre una mejor distribución de la riqueza. Ni se garantiza tampoco que con ello haya crédito para los sectores más pobres de la población. En todo caso, tampoco se entra a analizar si esa “regulación” (en verdad, ese cobro o “tasa” en favor de la banca estatal) es razonable y proporcionada para alcanzar los objetivos constitucionales del Artículo 50 constitucional y si el objetivo y su resultado previsible, es compatible y proporcionado con los derechos y libertades en juego (entre ellos, la igualdad y no discriminación y las libertades económicas).

En otra sentencia más reciente, a propósito de nuevo sobre el arroz, la Sala Constitucional alegó que:

“No es cierto que las normas impugnadas hayan creado una práctica monopolística de importación de arroz al otorgar a una bolsa una tasa de arancel privilegiado, ya que existe autorización legislativa para hacer[lo]… Los motivos para la procedencia de la medida impugnada se relacionan con el deber del Estado de velar porque la población no sufra de escasez de un producto alimenticio esencial, así como el deber de preservar la estabilidad y el crecimiento del aparato productivo (Artículo 50 de la Constitución Política, deber de organizar y estimular la producción nacional)” (Sentencia No. 351-03).

De acuerdo con esa tesis, la práctica monopolística sería válida si hay autorización legislativa para hacerlo, aunque se afecten la igualdad y la libertad. Contra esa tesis, la Constitución más bien señala que “son prohibidos los monopolios de carácter particular”, que “es de interés público la acción del Estado encaminada a impedir toda práctica o tendencia monopolizadora”, que los “monopolios de hecho deben estar sometidos a una legislación especial”, que “para establecer nuevos monopolios en favor del Estado o de las Municipalidades se requerirá la aprobación de dos tercios de la totalidad de los miembros de la Asamblea Legislativa”, que los consumidores tienen derecho “a la libertad de elección” (lo que está entre comillas es del Artículo 46 de la Constitución). No se ve entonces, qué relación tiene la monopolización de la importación de arroz con la pretensión aparente de impedir de escasez de un producto (el arroz), cuando más bien la evidencia empírica indica que en el marco del monopolio hay mayor riesgo de escasez, de acaparamiento y de abuso, que en el marco de una competencia abierta. Tampoco se explica de qué manera esa monopolización tiene algo que ver con la estabilidad y el crecimiento del aparato productivo, ni por qué esa aspiración es legítima y proporcionada en relación con la restricción que provoca a otros derechos y libertades.

En resumen, para la Sala Constitucional,

“... por no ser las libertades constitucionales absolutas pueden éstas restringirse cuando se encuentren de por medio intereses superiores (como los del Artículo 50 de la Constitución)” (Sentencia No. 1488-03).

No se ve, sin embargo, por qué son superiores los intereses derivados del Artículo 50 de la Constitución, al resto de las libertades económicas. En verdad, de mantenerse esa tesis, se anularía la única forma posible de entender y aplicar el Artículo 50 de la Constitución y que he llamado “versión contextual”, por contraposición a las versiones anodinas y estatistas. La tesis de la Sala, supondría no ya la neutralidad económica ni el doble estándar, sino algo más grave y errado, la pretendida superioridad del Artículo 50 por sobre el resto de derechos y libertades constitucionales (al menos, de las de contenido económico). Esa tesis, es incompatible con el sistema constitucional de valores, como hemos dicho.

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